Padre Pascual Cervera y Padre Donald Haggerty
Nueva York
En el año 1980, unos meses después de que la Madre Teresa recibiera en Premio Nóbel de la Paz, tuve el privilegio de llevarla en mi coche a través de un barrio pobre de Madrid en el que ella estaba a punto de abrir una nueva casa de misión. Mientras conducía le pregunté: “Madre, ¿cómo podría yo querer más a los demás?” Ella respondió: “uno quiere a los demás si les sirve, si les ayuda, si se preocupa en ver cuáles son sus necesidades en ese momento concreto”. Llegábamos a nuestro destino y detuve mi automóvil justo enfrente de una iglesia. La Madre se volvió a mí con una gran sonrisa y dijo: “Mira, ahí tenemos a uno de los nuestros”. Se trataba de un pobre pordiosero que pedía en la puerta. Ella se acercó al indigente como si ya lo conociese. Sonriendo le felicitó por las monedas que había conseguido y que mantenía en una boina sostenida firmemente con una de sus manos. Pero inmediatamente la Madre buscó la otra mano que éste pobre hombre ocultaba vergonzantemente detrás de su espalda. Mientras iniciaba una cariñosa conversación con el mendigo tomó entre las suyas la mano lesionada -retorcida y deforme- y le preguntó como se la había dañado y si había sido doloroso. Contemplé cómo la cara de aquel hombre se volvía radiante de alegría a pesar de referir a la Madre que se trataba de un defecto de nacimiento que le había acompañado toda la vida.
A menudo he pensado en ésta temprana experiencia que viví con Madre Teresa. Toda la influencia que ella tuvo en mi vida a partir de ése momento, tiene mucho que ver con el impacto que causó en mí el episodio descrito. Pensé que en una situación similar mi reacción habría sido, tal vez, darle unas monedas al pordiosero. Jamás habría mirado sin embargo –como hizo la Madre- hacia esa otra pobreza mucho más profunda e interior del indigente, hasta descubrir el sufrimiento que aquella vergonzante tara física había ocasionado a lo largo de toda una vida. No habría conseguido nunca descubrir el dolor que se ocultaba tras la apariencia de embriaguez y miseria de aquel pobre hombre. Bastaron unos instantes para que Madre Teresa proporcionara a esa persona una dignidad que quizás no había tenido nunca. Y para ello bastó con transmitirle su profundo y sincero amor. Su interés para con él y la alegría de haberle visto.
Tengo que reconocer que comencé a ver el mundo con una luz diferente a partir de ese día. Pero pasó algo más en aquellos momentos iniciales míos con la Madre. Durante las ocasiones en que podía hablar con ella despacio, me dijo que dedicara más tiempo a la oración y que pasara ratos con Jesús en la Iglesia, hablando con Él y escuchando lo que Él tuviera que decirme. Observé que ella parecía rezar con naturalidad y sencillez. Cuando en lo sucesivo nos veíamos en sus conventos de Madrid o de Roma, lo primero que siempre hacía era llevarme a la capilla para ver a Jesús donde ella se arrodillaba con gran reverencia ante el Sagrario durante unos minutos. Si yo llegaba con acompañantes, ella nos invitaba a todos a ir a la Misa del convento. También nos convocaba a la Hora Santa y, aunque fuéramos muchos, siempre se las arreglaba para que cupiéramos todos. La Madre siempre se sentaba en el suelo de sus distintas capillas –incluso siendo ya muy mayor- pero en muchas ocasiones la recuerdo llevando sillas a sus visitantes para que se sintieran cómodos y a gusto.
Tras mi ordenación, Madre Teresa me recordaba con asiduidad el gran don que Dios me había confiado al permitirme hacer presente a Jesús en el altar durante la celebración de la Misa. A lo largo de los años me recordaba: “en la Misa no dices éste es Su Cuerpo, ésta es Su Sangre sino éste es Mi Cuerpo, ésta es Mi Sangre. Te conviertes por tanto en uno con Él en ese momento”. Deseaba la Madre sacerdotes santos y comprobé entonces su convicción de que Dios asiste al sacerdote de un modo especial. Me lo demostró –y de qué manera- la primera vez que la vi ya ordenado sacerdote. Fui a Calcuta y unos minutos después de entrar en la Casa Madre de la orden, se me acercó ella sonriente y con una inminente petición: “Padre –me dijo- fíjese Ud. lo bueno que es Dios. El Padre que iba a dar unas charlas en nuestra comunidad ha enfermado y en ese momento aparece Ud. para impartirlas” Traté de excusarme diciéndole que no esta preparado y que necesitaba rezar y reflexionar sobre el asunto. Pero ella rechazó mis objeciones: “¡Padre, Ud. es un sacerdote y le necesitamos! El Espíritu Santo le iluminará. Deje que Dios le utilice”.
Unos años más tarde volvía a recordarme personalmente la necesidad de “dar permiso” a Dios sin dilación. Era una noche del año 1992 y yo me encontraba en mi rectoría de Nueva York. Sonó el teléfono y al otro lado de la línea escuché, sorprendido, la voz de la Madre: “Padre –dijo- hemos sido invitados a abrir una nueva casa en un país en el que la práctica de la religión ha sido prohibida y perseguida durante más de cuarenta años. ¿Podría Ud. venir a ayudarnos? Sin un sacerdote no tenemos ni Misa ni Sacramentos y por ello sin un sacerdote no podemos enviar a las hermanas. Padre, ¡hace tanto tiempo que las gentes de ese país no ven un sacerdote!” Le dije que debía pedir permiso al Cardenal O’Connor, a lo que ella repuso: “¿Cuándo, hoy?”. Le expliqué que en Nueva York era de noche a esa hora. “Entonces Padre vaya Ud. mañana”. Y a fe que los acontecimientos y trámites se desarrollaron con facilidad y rapidez. Una semana más tarde me encontraba diciendo Misa al aire libre en una montañosa región al norte de Albania. Era la primera Misa que, en décadas, se oficiaba en ese país. Una campana salvada de una iglesia destruida durante los años del comunismo -y que los fieles habían mantenido enterrada durante todo ese tiempo-, pudo sonar de nuevo unas horas antes del comienzo de la Eucaristía. Nunca podré olvidar las caras de aquellas pobres gentes que, al sonido de la campana, acudían a la celebración desde pueblos distantes, con el cansancio reflejado en sus rostros pero con lágrimas de alegría ante la dicha de tener Misa después de tantos años...
La rápida sucesión de acontecimientos en aquellos años, trae a mi memoria otra gran verdad de Madre Teresa. Entre sus Hermanas era bien conocida la insistencia de la Madre en el sentido de responder a Dios de manera inmediata y sin vacilación. Le gustaba poner el ejemplo de la Virgen María que acudió con celeridad a visitar a su prima Santa Isabel tras la Anunciación. Del mismo modo animaba a la gente a acudir con rapidez a atender a los pobres. Pero para ella ésta urgencia a la hora de servir a los necesitados era mucho más que el deseo de curar su sufrimiento: Cristo en persona estaba en esos pobres.
Un sacerdote amigo con quien comparto y presento éstas experiencias y reflexiones, recuerda una Misa del Gallo que concelebró en Nochebuena en Calcuta. La amplia capilla estaba repleta de Hermanas a las que acompañaban no menos de 300 voluntarios que, en calidad de cooperadores, ayudan con su trabajo a las Misioneras de la Caridad. La Madre, al finalizar la Misa, se situó en la puerta de la capilla que los presentes habían de cruzar al salir del templo. Saludó uno a uno a todos ellos con un franco apretón de manos para decirles seguidamente -mientras les mostraba expresivamente sus cinco dedos-: “a Mí mismo Me lo hicisteis. Nunca olvidéis esto”.
Con toda evidencia y certidumbre se puede afirmar que el amor que Madre Teresa mostró hacia los pobres a lo largo de toda su vida nacía de su amor a la Eucaristía. Éste mismo sacerdote al que acabo de referirme, cuenta también que ese mismo día oyó a una Hermana el siguiente relato. Una novicia que fregaba el suelo de la capilla tras una celebración eucarística, comprobó que una Hostia Consagrada se encontraba en el suelo entre el altar y el Sagrario. Tan pronto como la Madre se enteró acudió inmediatamente. Lo primero que hizo fue postrarse en la entrada de la capilla. A continuación se levantó y se acercó al lugar en que se encontraba la Sagrada Forma. Allí se arrodilló de nuevo y oró durante un plazo de diez minutos para, acto seguido, postrarse de nuevo ante la presencia real de Cristo en la Eucaristía. Finalmente repuso la Hostia en el Sagrario. ¿Quién podría imaginar lo que Madre Teresa experimentó en esos minutos? En otra ocasión ella mismo refirió a éste sacerdote: “Mi vocación no es servir a los pobres sino servir a Jesús”. Es a ese Jesús -que ella amaba con todo su ser- a quien encontraba en la soledad de sus pobres y a quien, tal vez, vio de manera especial esa mañana en la pobreza de una Sagrada Forma tirada en el suelo de la capilla.
Una última experiencia vivida por mi amigo el sacerdote dice mucho de Madre Teresa y del regalo que ella ha supuesto para la Iglesia. Un día, un chiquillo de aspecto miserable y sucia indumentaria llamó al timbre de la Casa Madre en Calcuta. Dijo que quería ver a la Madre. Inmediatamente fue conducido, escaleras arriba, hasta su presencia. Ella se encontraba atendiendo a un visitante. El niño portaba cuatro trapos sucios que había encontrado por la calle y se los ofreció como donación. La Madre los tomó en sus manos, los situó en un banco y luego los extendió uno a uno lo mejor que pudo. Seguidamente los mostró en alto mientras comentaba al muchacho el magnífico servicio que su aportación iba a prestar a la limpieza de los cristales de la capilla, así como de la mesa de la sacristía y el horno de la cocina, entre otros cometidos. Seguidamente volvió a recoger los trapos con todo cuidado para depositarlos una vez más en el banco. Mientras Madre Teresa llevaba a cabo todo el ritual descrito, el chico seguía el proceso con una indecible expresión en sus ojos y una gran sonrisa de satisfacción al comprobar lo bien que había sido recibida su donación. Por último ella tomó las sucias manos del chiquillo entre las suyas y permaneció charlando con él durante un rato antes de que se marchara. A mi juicio, ésta anécdota dice mucho de la Madre y del amoroso impacto que ella produjo en tantas y tantas almas. Pero también revela hasta qué punto sabía ella acoger las sonrisas de tantos pobres moribundos.
Y evoca asimismo el trabajo de los muchos voluntarios seglares que compartieron con ella su trabajo con los pobres. O de tantos sacerdotes a los que influenció y que sólo pueden presentar sus modestas ofrendas a una vocación tan privilegiada y que tanto supera sus méritos.
En los últimos años de su vida, Madre Teresa quiso ayudar más que nunca a los sacerdotes con el fin de contribuir a que descubrieran lo que ella llamaba “el regalo único de su vocación”. Ella repetía a menudo: “sin sacerdotes no hay Eucaristía y sin Eucaristía no hay vida en la Iglesia”. Algún tiempo antes la Madre había fundado el Corpus Christi Movement (movimiento del Corpus Christi), una asociación internacional dirigida a los sacerdotes diocesanos que deseasenunirse espiritualmente al carisma de las Misioneras de la Caridad “saciar la sed de amor a las almas que tiene Jesús”. Y ya cerca de su muerte, nos dedicó unas palabras a los miembros del Movimiento que constituyen como un tributo del amor que sentía por los sacerdotes y que tan bien conocimos aquellos de nosotros que la conocimos: “Jesús ama mucho a Sus sacerdotes y desea que crezcan en santidad mediante su entrega total al Ministerio. Pidamos a Nuestra Señora que los cuide del modo que cuidó a Jesús”.
Padre Pascual Cervera y Padre Donald Haggerty
Nueva York