Para un tiempo de oración


Set 1

El Cardenal Newman ha escribió una maravillosa oración en la que revela su corazón de sacerdote en conversación con Dios. Pienso que vivir ésta oración supone la santidad para un sacerdote:

Oh Jesús: Ayúdame a esparcir Tu fragancia dondequiera que vaya. Inunda mi alma de Tu Espíritu y Vida. Penétrame y aduéñate tan por completo de mí, que cada alma con la que entre en contacto pueda sentir Tu presencia en mi alma. Que al verme no me vea a mí, sino a Tí en mi. Permanece en mí. Así resplandeceré con tu mismo resplandor Y que mi resplandor sirva de luz para los demás. Mi luz toda de Ti vendrá Jesús. Ni el más leve rayo será mío. Sugiéreme la alabanza que más te agrade iluminando a otros a mi alrededor. Que no te pregone con palabras sino con mi ejemploCon el influjo de lo que yo lleve a cabo. Con el destello visible del amor que mi corazón saca de Ti.

Amén.

Dondequiera que vamos, encontramos personas con ésta misma hambre enorme de Dios. Un hambre que sólo vosotros, sacerdotes, podéis satisfacer dándoles a Jesús. Esas personas esperan que la ternura y el amor de Jesús lleguen a sus vidas a través de vosotros. Necesitan que les toquéis con la fragancia y compasión de Su Amor.

En nuestras casas para los moribundos vemos personas que padecen sufrimientos terribles. Nuestras hermanas saben que sólo pueden ayudar a llevarlas a Dios derramando en ellas la ternura y el amor de Jesús. Hace algunos días, estando yo en nuestra casa de Calcuta, entró un hombre y sin saludarme ni decir palabra se dirigió directamente a la sección de atención a mujeres. Vio cómo una de nuestras hermanas limpiaba a una mujer cubierta de llagas y suciedad que acababa de llegarnos de la calle. Permaneció de pié contemplando la escena. Primero las manos de la hermana. Después su cara. Finalmente sus ojos. Y de pronto pudo ver cómo a través de esas manos de esa cara y de esos ojos se derramaba el amor de Dios. Al salir se detuvo frente a mí y me dijo: “Llegué aquí descreído y amargado, pero me marcho sabiendo que Dios nos ama. Y con Su presencia en mi corazón. Ahora sé que Dios nos ama. Vi Su amor en las manos y en los ojos de esa hermana mientras atendía a esa indigente. Lo pude ver también en el modo en que todas sus hermanas atienden a los menesterosos. Lo hacen conscientes de que están sirviendo a Dios.”

En otra ocasión en Nueva Delhi, el Ministro de Bienestar Social me dijo, “Madre Teresa, usted y yo hacemos el mismo tipo de trabajo social, pero existe una gran diferencia entre uno y otra: Usted lo hace por alguien mientras yo lo hago por algo.” ¡Por alguien! Como sacerdotes, esto es lo que debe motivaros: El hombre, la mujer, o el niño que solicita vuestra ayuda es alguien. ¡Se trata del mismo Jesús!

Hace algún tiempo, nuestras hermanas trataban de levantar a un hombre que estaba tendido en medio de la calle. Y al hacerlo comprobaron que la piel de la espalda de esta persona quedaba pegada a la acera. Lo trajeron a nuestra casa en un estado lamentable pero el hombre murió con una sonrisa en la cara. Pregunté a las hermanas que le habían atendido: ¿”Qué sentisteis en lo profundo de vuestros corazones cuando le tocabais? Una de las jóvenes hermanas me respondió: “Madre, tuve la seguridad de que estaba tocando a Jesús. Que estaba ante Su cuerpo y Sus sufrimientos. Sus terribles sufrimientos que yo compartía”

Os necesitamos a vosotros, sacerdotes, para que nos expliquéis esto, para que nos ayudéis a comprender y tomar conciencia de ésta presencia de Jesús en los demás. Necesitamos que nos expliquéis cómo ser santos. Y más que ninguna otra cosa, necesitamos que nos enseñéis a rezar. El fruto de la oración es un corazón limpio, y Jesús nos dice que los limpios de corazón verán a Dios (Mt. 5:8) Otro fruto de la oración es una fe más profunda y el fruto de dicha fe es el amor cuyo fruto, por su parte, es el servicio a los demás (2 Pet. 1:5-7).