Set 2
A una palabra del sacerdote, ese pequeño pedazo de pan se convierte en el cuerpo de Cristo, en el Pan de Vida. Seguidamente vosotros, sacerdotes, nos dais ese Pan viviente a nosotras de modo que nosotras podamos también vivir y santificarnos. Pero aun necesitamos algo más. Necesitamos, además, que nos ayudéis a saciar nuestra hambre de Jesús para lo cual precisamos que nos deis lecciones de santidad. Pero, para eso, es preciso que vosotros seáis santos previamente, porque nadie puede dar lo que no tiene. Esta es la razón por la cual estos días de retiro constituyen un don tan inmenso de Dios y no sólo para vosotros, sino más todavía para todas nosotras que quedaremos enriquecidas por todo cuanto vosotros recibís. Compartid con nosotras lo que recibís. Nosotras y nuestra gente estamos hambrientos de Dios, hambrientos de santidad. Yo misma he podido comprobar ésta misma hambre entre hindúes y musulmanes.
¿No sabéis que yo recibo de los pobres de la calle mucho más de lo que yo haya podido darles nunca? Y he aprendido muchísimo de todos ellos viendo simplemente cuánto anhelan a Dios. También he aprendido de ellos cómo amar a Jesús compartiendo su pasión. Un día nos trajeron a la casa un hombre que tenía medio cuerpo comido. Las yagas cubrían todo su cuerpo y el hedor era tan horrible que nadie podía estar cerca de él. Me acerqué a limpiarle y mientras lo hacía me preguntó: ¿Porqué te molestas en hacer esto? Todo el mundo se aleja de mí. ¿Porqué te acercas tanto y te preocupas en ayudarme? “Yo te quiero” le respondí. “Te quiero porque Jesús está compartiendo su pasión contigo. Para mí eres Jesús que viene con este doloroso disfraz”.” Miró hacia arriba y me dijo: “Pero al acercarte a mí y hacer lo que estás haciendo tu también estás compartiendo su pasión”. “No,” respondí “Yo solo comparto la alegría de quererte y de querer a Jesús en ti.” ¿Y que fue lo que este señor hindú me dijo? Solo añadió “Sea alabado Jesucristo” sin añadir una sola palabra de queja o de dolor, mientras aquellas grandes llagas continuaban comiendo su cuerpo. Comprendió que él era alguien importante, alguien amado.
Podéis emplear las palabras que queráis: hambre de amor, hambre de compasión hambre de santidad, hambre de Dios. Esa es el hambre a la que me refiero y la que yo veo en todas esas personas. Tratamos de sacar un buen provecho espiritual de sus grandes sufrimientos, pidiéndoles y enseñándoles a ofrecerlo todo por la paz en el mundo. Insisto en que nosotras en nuestra misión recibimos más de lo que damos, porque esa gente maravillosa nos da la oportunidad de compartir el sufrimiento de Jesús veinticuatro horas al día. El propio Jesús nos dijo: “Lo que hicisteis con cualquiera de éstos mis pequeños hermanos a Mí mismo me lo hicisteis” (Mt. 25:40) Y si Él lo dijo, ¡debe ser verdad!