Para un tiempo de oración


Set 3

Permitidme pues vosotros sacerdotes, que os pida una cosa: Permaneced junto a la gente y dadles todo vuestro tiempo. Os ruego que viváis al máximo vuestro sacerdocio siendo portadores de Cristo. Debéis manteneros ahí donde os ha situado vuestro voto de obediencia, revelando la presencia de Cristo y dándolo a los demás. ¡Sois los únicos que podéis hacerlos!

Hace algunos años el Presidente del Yemen nos pidió que enviásemos a algunas de nuestras hermanas a su país. Le contesté que sería difícil pues hacía muchos años que en Yemen no se permitía la celebración de misas en público en capilla alguna y a nadie se había autorizado a desarrollar públicamente sus funciones de sacerdote. Le expliqué que mi deseo era enviarle las hermanas, pero que el problema estaba en que sin un sacerdote, sin la presencia de Jesús entre ellas, las hermanas no podían ir a ninguna parte. Parece que el Presidente llevó a cabo algunas consultas tras las cuales contestó: “Bien, puede usted enviar a un sacerdote con las hermanas”. Y es que yo estaba firmemente convencida de que sólo cuando el sacerdote estuviera con nosotras ahí, podríamos disponer de nuestro altar, de nuestro tabernáculo y de nuestro Jesús. Sólo el sacerdote puede ponernos a Jesús entre nosotros.

De modo que nos fuimos al Yemen y comenzamos a ocuparnos de los desposeídos que morían en las calles. Cuando comenzaron a construirnos un convento, una de las hermanas le dijo al Gobernador que patrocinaba las obras. “Por favor que uno de los cuartos del edificio sea muy bonito, pues ahí va a estar Jesús. Por favor constrúyanos una pequeña capilla para Él en esa habitación”. “Pero, hermana,” le contestó, “me tendrán ustedes que decir cómo construir una iglesia católica ahí.” Esa fue su respuesta cuando nosotras solo pedíamos una pequeña capilla. Y en efecto, nos construyó una preciosa capilla. Allí sigue hoy, y en ella Jesús y también nuestras hermanas.

Más tarde nos hicieron una nueva propuesta: darnos toda una montaña en Yemen con objeto de rehabilitar en ella a los leprosos pues en ese país la lepra abunda. De modo que fui a visitar el sitio y lo que en realidad vi fue una gran tumba abierta para todos los muertos. No puedo describir lo que era aquello: ¡cuerpos en descomposición y ese terrible olor! Mi pensamiento fue: Jesús cómo voy yo a dejarte en tan lamentable estado. Así es que acepté la proposición. Si alguien va hoy a ese lugar sin duda lo encontrará muy cambiado.

Dado que todos los leprosos eran musulmanes y ni uno solo era católico, me dirigí a un hombre rico del lugar y le dije: “Toda esta gente es de religión musulmana y necesita su propio lugar para rezar. De manera que, por favor, constrúyales una mezquita para que puedan ir ahí a hacer sus oraciones”. El señor quedó muy sorprendido ante mi propuesta. No podía comprender que yo, una católica, le propusiera levantar una mezquita. Pero el hecho es que construyó una -y muy bonita- para los leprosos. Cuando las obras finalizaron y ésta persona vio a los leprosos postrados en el suelo de la mezquita orando, se volvió a mí y me dijo: “Le doy mi palabra de que lo siguiente que haré será una iglesia católica para sus hermanas”.

En otra ocasión me encontraba en Londres caminando por un barrio pobre en el que nuestras hermanas también desarrollan su labor. Vi a un hombre en un estado muy lamentable y con un aspecto terriblemente triste y lleno de soledad. Mi dirigí a él, le tomé de la mano y le pregunté cómo se encontraba. Me miró y me dijo: “Oh, hacía tanto tiempo que no sentía el calor de una mano humana. Por fin siento el tacto de una persona” Sus pequeños ojos brillaron y comenzó a incorporase en su asiento. Un pequeño detalle de interés por él había puesto a Jesús en su vida. Este hombre había estado esperando durante mucho tiempo un simple gesto de amor humano. Sin embargo en realidad era un gesto del amor de Dios.

Son estos algunos hermosos ejemplos del hambre que veo en estas gentes, los pobres de entre los pobres, los ignorantes y los no deseados, los no queridos, los rechazados y los olvidados. Todos tienen hambre de Dios. Son situaciones con las que vosotros, sacerdotes, os encontráis continuamente. Y no me refiero sólo al hambre de los que sufren padecimientos físicos, sino a tanta gente que sufre espiritual y emocionalmente, personas que sufren en sus corazones y en sus almas.