Para un tiempo de oración


Set 6

Voy a rezar por todos vosotros para que, con la ayuda de María, las resoluciones que habéis adoptado en este retiro conviertan vuestras existencias en vidas de santidad. Dad a Dios vuestra palabra de que vais a ser sacerdotes de acuerdo con lo que desea el Corazón de Jesús. ¡Y naturalmente cumplid la palabra dada! También voy a rezar por todos aquellos que se pondrán en contacto con vosotros, para que solo vean a Jesús cuando os miren. Rezaré para que contemplen a Jesús en el modo en que les habláis y les tratáis; en la forma en que les administráis los sacramentos y en la ternura con que oís sus confesiones. Sé que a veces tenéis que confesar durante horas, largas horas, lo que puede resultar una agonía. En esos casos os vendrá bien recordar que también la agonía del Señor se prolongó largas horas mientras pensáis: “¡Bueno, ahora me toca a mí!” Esta es una de las razones por las que cada uno de vosotros es llamado “otro Cristo”.

Confiad en María, prometedle que vais a amar a su Hijo y pedidle que os ayude a consagrar vuestras vidas a Él. Con la ayuda de Ella decid a Jesús que puede usar de vosotros sin necesidad de consultaros. En realidad no necesitáis saber las razones por las que va Él a utilizaros, si cada uno de vosotros pertenecéis a Él de forma total y para siempre.

Vivid la oración del Cardenal Newman, de forma que podáis llevar la presencia de Jesús a vuestra gente. ¡Recordad lo os vengo diciendo! No sólo pasan hambre los que tienen necesidad de pan. La gente tiene una enorme necesidad de amor. Y el dolor de la soledad puede ser peor que la tuberculosis, el cáncer o la lepra. No sólo están desnudos quienes no tienen ropa que ponerse. Lo están también aquellos y aquellas que han perdido su pureza y su dignidad humana. Los “sin-techo” no son solamente los que carecen de una casa de ladrillo o de madera, sino aquellos que no han encontrado un lugar para sí mismos en el corazón de nadie, los rechazados, los no queridos.

Recuerdo una ocasión en la que me encontré a una anciana en un contenedor de basura ardiendo de fiebre. Como era mucho más grande que yo, me costaba sacarla del contenedor, aunque con la ayuda de Jesús lo conseguí. En el camino a nuestra casa ni se quejó ni dijo una sola palabra acerca de su terrible fiebre. Tampoco mencionó que se estaba muriendo. No, lo único que dijo fue: “Mi hijo me ha hecho esto. ¡Ha sido mi propio hijo quien me lo ha hecho!” Estaba tan agriamente herida por el hecho de que su propio hijo la hubiera apartado de su vida de esa manera, que me llevó mucho tiempo y arduo trabajo conseguir que pudiera finalmente perdonarle. Lo hizo justo antes de morir.

Podéis pensar que cosas como éstas no pasan en todas partes, pero yo he visto casos similares en Londres, en Nueva York y en otros sitios. Probablemente no tan a menudo como en la India o en África pero ¡también lo he vivido en occidente! Si pudierais querer y consolar aunque fuera a una sola persona en estas circunstancias, sería algo maravilloso. Por que esa persona, una vez más, es Jesús en su disfraz de dolor. “Quien acoge a uno de estos niños en mi nombre a Mí me acoge” (Mt.18:5) Y es que el Jesús que se convierte en pan para saciar nuestra hambre, también se convierte en esa persona desnuda, en ese “sin-techo” que vive en total soledad y sin amor; en el leproso o borracho; en el drogadicto o la prostituta. Y de éste modo nosotros podemos saciar el hambre que Jesús tiene de nuestro amor por Él mostrando amor a esos desvalidos. Cuando conseguimos llevar a Jesús a personas que sufren así, nos convertimos en auténticos contemplativos en medio del mundo.