"Después de esto, sabiendo Jesús que todo estaba ya cumplido,
para que se cumplieran las escrituras dijo: Tengo sed..."
[Jn 19:28]
RENOVACION Y REVELACION
Renovación significa re-creación, una reconquistada novedad y vitalidad, un retorno a la fuente de la vida y del crecimiento. En todas las Escrituras este don de la renovación ha sido simbolizado por el agua. Las aguas sobre las que se movía el Espíritu en la creación, las aguas de la roca en el peregrinar de Israel por el desierto, la imagen de la purificación, la vida, la fecundidad y la restauración de los profetas. Las aguas vivas del Espíritu de Jesús y la invitación a beber del río de la vida en la Ciudad Celestial del Apocalipsis.
Así pues, desde el Génesis a la Nueva Jerusalén, el don del agua viva ha significado y revelado la obra de renovación llevada a cabo en el sacerdocio eterno de Aquel que "hace nuevas todas las cosas" (Apoc. 21:5) Desde el punto de vista de Dios, la renovación es un dar, un "derramar". Desde el nuestro, se trata de una sed, de penetrar mas profundamente en la vida trinitaria que es la fuente del agua viva, de penetrar en lo que S. Pablo llama "el misterio" (Rm 16:25 ). Se trata del acto renovador de Dios en Jesús, que constituye el manantial de nuestra existencia sacerdotal.
El núcleo de este misterio de renovación, la encrucijada donde se encuentra la sed del hombre con el derramarse de Dios, es precisamente la cruz de Jesús. Las profundidades de este misterio hallaron su más tremenda expresión en el grito de sed de Jesús, en su "Sitio". Bajo esa sed se oculta la totalidad de la revelacion:
Jesús es la suprema expresión de la sed de Dios por los hombres, y de los hombres por Dios: Dios en Jesús tiene sed de saciar, Jesús en los hombres tiene sed de ser saciado con el Espíritu que es Amor.
Dios tiene sed de que el hombre tenga sed de Él. En esa sed mutua se descubre la profundidad de nuestra necesidad de Su amor.
El amor y la sed de Dios por el hombre le llevó a hacerse completamente uno con nosotros, hasta hacerse pobre asumiendo nuestra pobreza para enriquecernos, asumiendo nuestro sufrimiento para sanamos, gritando con nuestra misma sed para saciarnos.
Si la sed de Dios le ha llevado a ser uno con el hombre, ha sido para que el hombre pueda llegar a ser uno con Dios y con los demás. El hombre solo sacia su propia sed saciando la de Dios y permitiendo a Dios usarle para saciar la sed de sus hermanos.
Nuestro ideal como colaboradores es por lo tanto tener sed de Aquel que tiene sed de nosotros, experimentando cada vez con mayor profundidad la sed del agua viva propia de nuestra unción sacerdotal. Tener sed con Él, llevando sobre nosotros la sed de nuestra gente. En ellos Él continúa teniendo sed. Para saciar, junto con Él, esa sed y permitirle revivir en nosotros su propio vaciamiento de amor y de comunión con el Padre y de servicio a los hombres. Así participamos en la obra de Aquel que vino a apagar tanto la sed divina como la humana, desposando al hombre con Dios y a Dios con el hombre.
Decir que Dios tiene sed quizá sea la forma mas concreta y a la vez más elocuente de decir que Él es Amor. Decir que Dios tiene sed es haberlo dicho todo, saber que Dios tiene sed es saberlo todo. Basta con poner de relieve al Jesús sediento, al Jesús de cada Calvario. El amor de Dios es Su sed: Su sed del hombre, y Su sed en el hombre. Y así, hasta la parusía, el Amor solo tiene un nombre y una expresión: "Sitio... tengo sed".
CALCUTA: TODOS HALLAN SU HOGAR EN TI
"Serás como un huerto regado, como fuente de agua que no se agota, y tus antiguas ruinas serán reconstruidas..." (Is 58:11) Las aguas de la restauración que apuntan a Dios "rico en misericordia " (Efes 2:4) apuntan también a la pobreza de nuestra condición humana (Sal 42/143), (Is 44:3/ 49:10), (Ez 36:24/47:1).
Nuestra sed evidencia nuestro desierto. Nuestra necesidad de renovación habla de las "antiguas ruinas" de nuestra primera ciudad, nuestra Calcuta. Todo el mundo es Calcuta: símbolo de la Jerusalén caída, de nuestra naturaleza humana en la que, prescindiendo de rango o riqueza, "todos encuentran su hogar" (Sal 87). Las calles de Calcuta conducen a las puertas del corazón de cada hombre. Y el mismo dolor, las mismísimas ruinas de nuestra Calcuta interior testimonian una gloria que en otro tiempo existió y que debe volver a existir: "Fuimos creados para cosas mas grandes..." (MT) Lo que en un tiempo fue nuestra plenitud se ha convertido en nuestro gran vacío: y esta es nuestra sed, esta es nuestra pobreza.
Nuestra concepción de lo que es la pobreza y de quienes son los pobres debe ampliarse para dar cabida a toda la familia humana: Los "más pobres de los pobres" no son solamente los pobres materiales, sino todos y cada uno de los hijos de Dios que tienen hambre y sed de Él de tantas maneras, aunque muchas veces no sepan qué es de lo que tienen sed, o que en realidad es Jesús quien siente sed de ellos. Calcuta, pues, está en todas partes... porque donde quiera que exista humanidad habrá pobreza, ya que ambas forman una unidad. El Jesús siempre pobre en toda la humanidad y en cada persona es solamente uno, de modo que dondequiera que estemos, con quienquiera que estemos, ahí es donde Jesús continua viviendo su Pasión oculta en medio de nosotros, y ahí es donde somos llamados a reconocerle y servirle. "Hoy una vez mas, cuando Jesús viene a los suyos, los suyos no le conocen. Él viene en los cuerpos destrozados de nuestros pobres. Viene también en los ricos ahogados por sus propias riquezas. Viene en la soledad de sus corazones, cuando no hay nadie que los ame. "Jesús viene a vosotros y a mí; y con frecuencia, con mucha frecuencia, pasamos de largo ante El" (MT). Y así los "más pobres de los pobres" son ante todo la parroquia o la gente confiada a nuestro cuidado pastoral. Todos los sacerdotes hermanos que con nosotros no son mas que "vasijas de barro", y todos los que están:
Hambrientos: no solo de comida sino sobre todo de la Palabra de Dios y del Dios de la Palabra.
Sedientos: no solo de agua, sino del agua viva, sedientos de Dios, de su verdad, de su amor, de su paz.
Desnudos: no solo de ropa, sino de la dignidad de hijos de Dios.
Desalojados: No solo de una casa hecha de ladrillos, sino especialmente del cobijo de un corazón que comprenda,"cobijado bajo las alas de Dios"
Enfermos, inválidos, moribundos:
no solo físicamente, sino sobre todo en su espíritu.
Nuestra pobreza es nuestro dolor, nuestra sedienta inquietud. Pero esa pobreza y esa sed no sólo apuntan a nuestra miseria, sino también a la dignidad de la vocación del hombre. Apuntan a Aquel que es el único que puede plenificarnos. Apuntan a la importancia de nuestro ministerio que transforma ese dolor en semilla de resurrección, que transforma esa pobreza en la posesión de aquello "que ni el ojo vio ni el oído oyó" (1 Cor 2:9). Por lo tanto, la renovación de nuestro sacerdocio, de nuestra pobreza, brota de nuestra penetración en el Sitio de Jesús de tal manera que seamos penetrados por Su capacidad de saciar y de sentir sed "como tierra reseca, agostada sin agua" (Sal. 62) de las aguas vivas de la Salvación. Así nos convertimos en transmisores, portadores de esa agua para el Jesús que tiene sed en nuestra gente. "Porque yo derramaré agua sobre la tierra sedienta, y arroyos sobre la tierra seca, infundiré mi espíritu sobre tu simiente, y mi bendición sobre tus retoños y germinaran como la hierba entre agua, como álamos junto a las corrientes de agua" (Is 44:3).