Misión

 

"Me ha enviado a dar la buena noticia a os pobres..."

[Lc 4:18]

 

EL ESPÍRITU DEL SEÑOR

nos ha ungido para enviarnos, llenos de su fuerza y de su presencia, a derramar el agua viva sobre el mundo. La consagración, existe en función de la misión. Como quiera que nuestra consagración no es sino una participación de la unción sacerdotal de Jesús, igualmente nuestra misión es una participación, una prolongación de la suya. Como Jesús y en Jesús, nosotros también somos "los que el Padre ha consagrado y enviado al mundo" (Jn. 10:36) Esa misión no consiste tanto en lo que hacemos sino en lo que somos, como Jesús "cuya entera existencia fue una completa identificación con la misión a Él encomendada por el Padre" (Balthasar). Nosotros no solamente tenemos una misión, sino que somos nuestra misión.

Los Evangelios describen el ministerio de Jesús como constituido por dos actividades esenciales: "Iba anunciando la buena noticia del Reino y sanando a los enfermos..." (Mt. 4:23) Anunciando la compasión y el restablecimiento del Reino de Dios y poniendo por obra esa compasión, demostraba la presencia del Reino proclamado por las curaciones. Esta capacidad de sanar, no sólo manifestaba a un Dios que es amor, sino que prefiguraba (Mc. 2:10) la sanación total que nos alcanzó por su muerte: el ser completamente saciados, obtenido por su propia sed. Jesús compartió con los Doce esa misma misión, así como el poder del Reino que había de anunciar (Mt. 10:7), encomendándoles proclamar el poder de Dios de saciar, de sanar y de perdonar y canalizar esa fuerza en un servicio compasivo, para introducir a la humanidad sanada y saciada en la unidad del Reino.

Como colaboradores de Jesús, nuestro ministerio consiste en reflejar su espíritu de servicio, en continuar su proclamación y canalización del agua viva, en reflejar la vida de la Trinidad mediante nuestro ministerio de caridad dentro de la comunicación de la Iglesia

 

AL SERVICIO DEL REINO

Jesús se vació totalmente, no sólo para permanecer entre nosotros y compartir nuestra condición humana, sino para "estar entre nosotros como el que sirve" (Lc. 22:27) "Despojándose a sí mismo para tomar la condición de esclavo" (Fil. 2:8) También nuestro espíritu de vaciamiento que nos une con Dios y con la gente, nos mueve y encuentra su manifestación en el servicio. La Madre Teresa insiste: "la fe nos mueve al amor y el amor nos mueve a servir". No sólo estamos llamados a realizar este servicio, sino a ser esclavos. Sirviendo no sólo como fruto de nuestra condescendencia, que reclama gratitud o recompensa para sí, sino en espíritu de solidaridad con aquellos a quienes servimos. Hemos de servir con verdadero respeto a su dignidad de hijos de Dios, sin encumbrarnos a nosotros mismos por encima de aquellos a quienes servimos a costa de ese mismo servicio, sino con sincero respeto, situándonos nosotros por debajo de ellos, como verdaderos esclavos en "situación de servir". No sólo asumiendo esta tarea, sino "la condición de esclavo", de modo que ese servicio constituya nuestra razón de ser, y en cierto sentido, nuestra misma existencia. Por lo tanto, los más importantes no serán aquellos que han hecho de su servicio una carrera, sino aquellos que de su carrera han hecho un servicio: "El más importante de vosotros será aquel que se haga el más pequeño y el esclavo de todos" (Lc. 22:26) Jesús "vino para servir y no para ser servido" (Mt. 20:28), lavó los pies de los discípulos. Tarea reservada para el más ínfimo de los esclavos. "Os he dado ejemplo, para que también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros" (Jn. 13:16).

Nuestra entrega en el ministerio no se da en razón de su propio beneficio, no es un fin en sí mismo, sino que existe para servir a Jesús en los demás. Por ello nuestra labor no debe realizarse como un mero trabajo, sino por Él. Nuestro valor fundamental es el Señor, un valor absoluto ante el cual nuestro trabajo es algo relativo y secundario, porque nuestra vocación no consiste tanto en el trabajo del ministerio, sino en pertenecer a Jesús de quien somos ministros. Nuestra labor será fruto de esa pertenencia. Nuestro pertenecer no es resultado del trabajo.

En este sentido, tanto los éxitos como los fracasos humanos quizá no importen. El Señor no nos pide tener éxito, sino que seamos fieles. "Por maravilloso que sea el trabajo, desapégate de él dispuesto siempre a renunciar a él y quedar en paz. El trabajo no es nuestro, trabajáis para Jesús. Recordad siempre que el trabajo es suyo..." (MT).

Es esta libertad interior, este espíritu de servicio, esta alegría de servir, lo único que le da vitalidad a nuestro ministerio. Así este ministerio, más que ser una carga que hemos de soportar, se convierte en una fuerza que nos llena a nosotros, que nos llena de energía en vez de gastárnosla, comunicándonos un entusiasmo y hasta una divina urgencia: "cáritas Christi urget nos...".

Este espíritu de servicio no hemos de asociarlo exclusivamente a las obligaciones del ministerio, sino que ha de convertirse en una actitud de vida global, más allá de los límites geográficos o de nuestras obligaciones. Somos pastores de todos, sacerdotes para todos. No sólo llamados a proclamar, sino a demostrar nuestra fraternidad universal bajo un Padre común.

Este espíritu de servicio universal nace del respeto consciente y universal por cada persona, al margen de sus creencias o comportamiento, como hijo de Dios y templo de Cristo sufriente, uno a quien Él ha redimido "a tan alto precio". Hemos de estar llenos de admiración del "propio respeto y amor de Dios a cada hombre": ¡Qué valor debe tener el hombre a los ojos de Dios creador, si ha "merecido tener tan gran Redentor", si "Dios ha dado a su Hijo" a fin de que el hombre "no muera, sino que tenga vida eterna"! En realidad, ese profundo estupor respecto al valor y a la dignidad del hombre se llama Evangelio, es decir, Buena Nueva (Redemptor Hominis n. 10) Buena Nueva que hemos de proclamar, expresando ese mismo respeto de Dios al hombre a través de nuestro modo de servir.

 

PROCLAMAR LAS AGUAS VIVAS

Nuestro principal modo de servir es la evangelización, sembrar la palabra. Evangelizar, "resume la totalidad de la misión de Jesús: para esto he sido enviado". Estas palabras alcanzan su pleno significado si se las une a los versículos anteriores en los cuales Cristo se ha aplicado a sí mismo las palabras del profeta Isaías: "El Espíritu del Señor está sobre mí porque me ha ungido, y me ha enviado a llevar la buena noticia a los pobres". Ir de pueblo en pueblo, predicando a los más pobres de los pobres la gozosa noticia de las promesas de la Alianza ofrecida por Dios, es la misión para la cual declara Jesús que el Padre le ha enviado" (EV. Nuntiandi, 6) Para esto somos también enviados nosotros, para saciar el hambre más radical que está dentro de toda pobreza humana con "toda palabra salida de la boca de Dios" (Deut. 8:3); para ofrecer no sólo nuestras palabras, sino su Palabra, para consolar a nuestra gente con su consuelo, para predicar verdaderamente el evangelio en toda su pureza y sencillez, en toda su belleza y fuerza. Sólo somos siervos de nuestras gentes siendo siervos de la Palabra, sin avergonzarnos y como incansables portadores del evangelio "a tiempo y a destiempo" (2 Tim. 4:2) porque "el Espíritu del Señor está sobre nosotros..."

“Él me ha enviado a llevar la buena noticia a los pobres", el sembrador debe salir para sembrar; somos "pescadores de hombres" (Mt. 4:19), somos misioneras dondequiera que estemos: "Las misiones están incluso en nuestra propia casa, esto es lo que tenemos que acentuar cada vez mas, el que nos amemos unos a otros en nuestras parroquias y comunidades" (MT) Demos cada vez mas importancia a este espíritu misionero "ad intra ", encontrando las misiones en nuestra propia parroquia y nuestra gente, sin necesidad de viajar a países lejanos para dar cumplimiento a nuestro deseo de evangelizar, mas bien dándonos cuenta de que "lo maravilloso es que podemos permanecer donde estamos..." (MT), puesto que en verdad Calcuta esta en todas partes.

Nuestra actitud ministerial debe reflejar los aspectos principales del Reino. El nuestro es, ante todo, un ministerio de presencia. Al igual que Dios no nos amó a distancia, así tampoco podemos nosotros canalizar su amor, si estamos encerrados tras las superioridad e indiferencia profesional. Hemos de ser siervos en medio de nuestro pueblo, y como uno de ellos, con humildad y respeto. Como el Buen Pastor que conoce a sus ovejas, que llama a cada una por su nombre, así hemos de conocer a nuestra gente, conociendo sus necesidades, sus sufrimientos, sus alegrías, siendo capaces de "alegrarnos con los que se alegran y llorar con los que lloran " (Rom 12:15). Nos vaciamos de nosotros mismos cuando asumimos de todo corazón sus problemas y necesidades más que las nuestras, y éste consciente vaciarse es lo único que puede hacernos una sola cosa con nuestra gente. Jesús pudo hacerse uno con nosotros porque nos conocía. Conocía nuestras debilidades, nuestras esperanzas, nuestras necesidades. Solo en la medida en que conozcamos a nuestra gente seremos capaces de hacernos uno con ellos en su misma situación, siendo sensibles a sus sufrimientos y solícitos para con sus necesidades.

Al igual que Jesús, nosotros hemos de identificamos totalmente con nuestra gente haciéndonos uno con ellos "en todo menos en el pecado" (Fil 2:7) Nuestro gran reto es permanecer fieles al Espíritu y a las consecuencias de la Encarnación. Fieles a esa consciente y deliberadamente buscada unidad de corazón y vida con nuestra gente al precio que sea, como la Madre Teresa que, no contenta con meramente servir a la gente de Calcuta, se hizo una con ellos y una de ellos. Vivir el ministerio de Jesús es prolongar en nosotros el proceso de identificación "asumiendo" sobre nosotros no ya la humanidad de nuestra gente, de la cual ya participamos, sino su condición, su pobreza, su sufrimiento, su necesidad de Dios, y su sed de Él. Solo esforzándonos por crecer en solidaridad, en ese sumergirnos, en esa presencia e identificación, podremos adquirir la cercanía y la sensibilidad necesarias para verdaderamente "ayudarnos mutuamente a llevar las cargas unos de otros y así cumplir la ley de Cristo" (Ga16:2). Mientras esas cargas nos sean ajenas, desconocidas, extrañas, viéndolas como de otro, ignorando el hecho de que como miembros de Cristo somos también "miembros los unos de los otros" (Rom 12:5), esas cargas jamás serán levantadas, jamás tocarán nuestros hombros, y la ley de Cristo estará todavía por cumplirse en nosotros. Por eso, vivir conscientemente el misterio de la Encarnación con todas sus consecuencias, ese primer momento de la misión de Jesús, debe ser también el punto de arranque para nosotros que "venimos" en nombre del Señor". (Mt 12:9).

La convicción, el celo misionero, la coherencia de vida y la caridad que "nos urge" en la obra de la evangelización se convierten en elementos vitales de la evangelización. "El hombre moderno escucha con mas atención a los testigos que a los maestros, y si escucha a los maestros es porque también son testigos" (Pablo VI). Nuestra evangelización es verdaderamente un servicio si se hace con este espíritu de servicio, trabajando no para ver fruto o para recibir aprobación, sino mas bien, con los ojos y el corazón de un siervo "puestos en las manos de su señor" (Ps 123). En el señor y en la gente. Haciendo esto, nuestro servicio se convierte a su vez en verdadera evangelización. Así pues, con Jesús somos llamados a proclamar la buena noticia del Reino, anunciando el don del agua pura, llamados a predicar el Evangelio con nuestra vida, viviendo para predicar el Evangelio. "Para esto hemos venido y hemos sido enviados..." (Cfr. Lc. 4:43).

 

CANALIZANDO LAS FUENTES DEL SALVADOR

Si nuestro principal servicio es la evangelización, la proclamación del Reino, la hacemos solo con el fin de llevar a la gente al Reino, llevarles a las aguas vivas. Lo que proclamamos de palabra hemos de comunicarlo en los sacramentos. Todo nuestro ministerio, como la Encarnación y la misión de Jesús, consiste en ser un puente entre la orilla de Dios y la del hombre, ayudando a llevar a Jesús a ellos y ellos a Jesús, poniéndonos al servicio de su presencia y su actividad, haciendo que El crezca en ellos y en todo el mundo.

Nuestra primera tarea al "remover las aguas de Betesda" (Jn 5:4) es la de despertar en nuestra gente el deseo de tomarse en serio su bautismo "removiendo el agua viva que tantas veces queda estancada por las preocupaciones del mundo y la seducción de las riquezas" (Mt. 13:22). Tienen necesidad de ser convencidos de la dignidad de su llamada como hijos e hijas de Dios, de ser convencidos de que han muerto y resucitado con Cristo y de que se han convertido en una "raza escogida, sacerdocio real, nación santa, pueblo de su propiedad para anunciar las alabanzas de Aquel que os ha llamado de las tinieblas a su admirable luz" (1 Pet. 2:9). Nuestro sacerdocio ministerial solo existe en función de su sacerdocio bautismal, pero ¿cómo creerán en Aquel a quien no han oído? (Rom. 10:14). a no ser que nosotros no desfallezcamos nunca en la proclamación de la Buena Nueva del don que está en ellos: "si conocieras el don de Dios..." (Jn 4:10).

Ni el bautismo, ni el ser sellados con el Espiritu Santo en la Confirmación, pueden ser tornados como acontecimientos pasajeros o como una realidad estática sino como "una fuente viva dentro de ellos" (Jn 7:38). Como fuentes que son del Espíritu Santo basta con creer en Él, acercarse a Él para experimentar ellos mismos su consuelo y su ayuda en su vida diaria. Pero solo nuestra fe puede inspirar su fe, solo nuestra experiencia de lo que es oración podrá hacer que nuestras enseñanzas sobre lo que es orar no sea superficial ni convencional. Si de verdad estamos haciendo oración, no nos dará vergüenza hablar sobre lo que es oración, enseñar a nuestras gentes a sumergirse en las aguas vivas de la oración, encontrar a Dios no solo los Domingos sino a lo largo de toda la semana, rezar en familia, como "iglesia doméstica", haciendo que Dios no sea en su vida algo, sino alguien.

Hemos de recordarles que el evangelio no es solo una creencia sino un modo de vida, y que los valores del Reino van en dirección opuesta a los del mundo. Hemos de resaltar sobre todo la esperanza y confianza en el Dios vivo, un Dios que es real, que está presente, y que se preocupa de ellos. Solo en la medida en que hayan aprendido a poner todas sus penas en Él, serán capaces de orientar hacia Él sus vidas completamente.

Pero solo podrán confiar en Dios en la medida en que le conozcan y solo podrán conocerle si se han encontrado con El en la oración y en su Palabra. Hemos de animarles a coger la Palabra de Dios en sus manos, para que lleguen a conocer y amar las Escrituras.

Las dos fuentes principales de las aguas vivas son: sanar por medio de la Reconciliación y saciar por medio de la Eucaristía. La pobreza fundamental, las heridas invisibles de nuestra gente, requieren una sanación que sólo el Señor puede comunicar por medio de nuestra generosa disponibilidad y nuestro celo, animándoles y ayudándoles a acercarse al Salvador en el sacramento de la Reconciliación. Este ministerio esencial es olvidado con demasiada frecuencia tanto por el pastor como por su pueblo, aunque representa el poder y la victoria característica del Reino: la ruptura de las ataduras del pecado y la muerte, y el hacer presente la anunciada sanación de Dios. En la mente de Jesús ésta parece ser la principal función del Espíritu en nuestro ministerio "Recibid el Espíritu Santo, a quienes les perdonéis los pecados les quedan perdonados" (Jn 20:23). Qué absurdo seria gastar nuestros esfuerzos y energías en predicar la buena noticia de la sanación de Dios y olvidarnos de las heridas; hablar del agua viva, y dejar a la gente sedienta; insistir en la misericordia de Dios y plantearse el ministerio de la Reconciliación como algo marginal, opcional, incluso impertinente. Hemos de asumir de nuevo ese privilegio que tanto escandalizaba a los fariseos (Mt 9:3) como lógica y maravillosa incorporación de la Buena Nueva que proclamamos, fuente principal de las aguas de la salvación que traemos.

Nuestra gente herida, es también un pueblo que tiene hambre: no solo tienen necesidad de Dios, también necesitan ser alimentados por Él; no solo necesitan bañarse en las aguas vivas, sino ser saciados por ellas. La Eucaristía es el Pan Vivo, es esa roca que fue golpeada para salvar y saciar. En este misterio y ministerio, tanto nuestro sacerdocio, como el de nuestra gente convergen en armonía. Por tanto, en la consagración de Jesús, por el Espíritu Santo, confluye también la nuestra, la de los dones eucarísticos y la de nuestra gente (S. Gregorio de Nisa) Es nuestro el gran privilegio de hacer presente a Jesús en un acto de infinita alabanza al Padre y de infinito amor a los hombres, para que nuestra gente "como sacerdocio real ofrezca sacrificios espirituales aceptables a Dios por medio de Jesucristo" (1 Pt 2:5). "Los laicos en cuanto consagrados a Cristo y ungidos por el Espíritu Santo, son admirablemente llamados y dotados, para que en ellos se produzcan siempre los mas abundantes frutos del Espíritu. Ya que todas sus obras, sus oraciones e iniciativas apostólicas, la vida conyugal y familiar, el cotidiano trabajo, el descanso del alma y del cuerpo, si son hechos en el Espíritu, e incluso las mismas pruebas de la vida, si se sobrellevan pacientemente, se convierten en sacrificios espirituales, aceptables a Dios por Jesucristo, que en la celebración de la Eucaristía se ofrecen piadosamente al Padre junto con la oblación del Cuerpo del Señor. De este modo, también los laicos como colaboradores que en todo lugar actúan santamente, consagran el mundo al mismo Dios" (La 34). "El sacerdote, por el ministerio de la palabra y de la oración al llevar a los hombres a la Eucaristía y a la vida consagrada, es el signo permanente y el instrumento, es sacramento de Cristo consagrador del mundo. Jesús el Cristo, el consagrado del y para el Padre, por medio de sus sacerdotes ministeriales, sigue consagrando el pan y el Vino de su cuerpo y su sangre, con el fin de darse a través de ellos a los "santos" (Rom 1:7) de modo que ellos puedan consagrar al mundo por medio de sus actividades seculares. Cristo consagró el pan y el vino solo con el fin de consagrar los corazones y así transfigurar el mundo secular del hombre…" (De Margerie).

En todos estos ministerios nuestro objetivo es despertar, estimular y saciar la sed innata que nuestro pueblo tiene de Dios; haciendo que Dios no sea algo lejano o abstracto para ellos, sino alguien vivo y real, presente en las fuentes del Salvador que Él ha confiado a nuestro cuidado.

 

COMPASION: LA CONTINUA SED

"Jesús anduvo visitando todas las ciudades y pueblos predicando en sus sinagogas y sanando toda suerte de enfermos. Al ver a las multitudes, su corazón se llenaba de compasión por ellos, pues estaban preocupados y desamparados, como ovejas sin pastor..." (Mt 9:35) En este contexto se ha de leer y entender el pasaje que viene a continuación. "Entonces Jesús reunió a los doce discípulos y les confió el poder de arrojar los espíritus malignos y sanar todas las dolencias y enfermedades..." (Mt 10:1). Nuestro ministerio nació de la compasión de Cristo y así debe reflejar en todos sus aspectos la fuerza y el misterio de esa compasión divina.

Este gran misterio, que comenzó en la Encarnación y culminó en el Calvario, reveló a un Dios que, en Jesús, ha sentido tanta sed por el hombre, que ha tornado sobre sí todo nuestro pecado, toda nuestra pobreza, nuestro abandono, nuestro sufrimiento, esclavitud y muerte. Todo el abismo de miseria simbolizada en nuestra hambre y sed corporales. La tomó sobre sí mismo hasta el punto de que nuestra sed verdaderamente halló respuesta en Él. Su sed era verdaderamente expresión de la nuestra, así como de la del Padre. Se había hecho uno con nosotros en la Cruz de manera que nuestra pobreza fue proclamada en su "tengo sed". Después del árbol del Edén, el amor de Dios al hombre se hizo sed: en el árbol del Calvario esa sed se convirtió en compasión "sufriendo con", padeciendo sed no solo de, sino con una humanidad sedienta.

Lo que es verdaderamente hermoso e insondable es que su compasión continúa. Jesús todavía tiene sed. "Al contrario que los filósofos, Jesús no solo enseñó, sino que vivió, hasta el extremo de sufrir y morir con el hombre y por el hombre. No se limita a contemplar la miseria humana o a salir al paso de ella, sino que Él mismo penetra esta miseria cargándola sobre sí mismo. Jesús vive y sufre en los demás, por los demás. Este es el misterio de la Encarnación. Jesús experimenta en su propio cuerpo el hambre de los pobres, su sed, su cansancio, sus lágrimas, sus enfermedades, su desangrarse, su muerte" (B. Matencci).

No sólo experimenta su sed, sino que Él tiene sed en la sed de ellos, porque Él les ha hecho uno consigo, haciéndose a sí mismo uno con ellos, "tu en Mí y Yo en ti" (Jn 17:22). Como afirma la Madre Teresa, "Él se ha hecho el Hambriento, el Abandonado, el Necesitado". Jesús permanece como nuestro Emmanuel en los pobres, en el que sufre, en nuestro pueblo. Es precisamente en nuestra pobreza, allí donde experimentamos más la necesidad y la ausencia de Dios, donde El misteriosamente más habita entre nosotros. Se ha hecho tan pequeño, tan cercano a nosotros, tan uno con nosotros que se esconde en nuestra misma sed. Es allí donde padece sed con nosotros; allí, bajo la desgarradora apariencia de nuestra gente, continúa pidiendo "dame de beber" del pozo de Jacob de nuestro corazón.

Si en esos momentos "supiéramos quién es el que nos está pidiendo de beber"; y ¡si conociéramos el don de Dios que recibimos cuando damos! Cuando vemos la pobreza de nuestros hermanos vemos la pobreza de Jesús. Revelándosenos en su aspecto dolorido, nosotros que hemos visto a Jesús hemos visto también al Padre. Nosotros que hemos comprendido la sed de Jesús hemos descubierto el amor y la sed "del que le envió". Jesús presente en los pobres y en los que sufren revela la sed del Padre. Al caer en la cuenta de este don podemos decir con Felipe "eso nos basta, Señor" (Jn 14:9) pues hemos visto entonces el rostro del Padre.

¡Cuánto cambiaríamos, cuántas consecuencias tendría para nuestra vida con que sólo tomáramos a la letra las palabras de Jesús: "Estuve hambriento, sediento, solo, enfermo, en la cárcel... y a Mí me lo hicisteis" (Mt 25:40) ¿Hemos ido a visitarle en sus sagrarios de carne? ¿Existen siquiera para nosotros en nuestros confortables hogares, o acaso solo existen para un Señor que sufre en silencio; un Señor "que no tiene más manos en este mundo que las nuestras y no tiene más palabras que nuestras palabras?" Jesús Crucificado. ¡Cuántos minusválidos, retrasados mentales, cuanta gente joven llena los hospitales! ¿Cuántos hay en nuestro vecindario? ¿Acaso les visitamos alguna vez? ¿Acaso vamos alguna vez a compartir con ellos esa Crucifixión? Y Jesús dijo: si queréis ser mis discípulos, tomad la cruz y seguidme: Lo que Él quiere decir es que tomemos la cruz, que le demos de comer en los hambrientos, que le vistamos en los desnudos y que le acojamos en nuestras casa" (MT). Pero, una vez que "damos nuestros corazones para amar y nuestras manos para servir", entonces nos convertimos en "verdaderos contemplativos en el corazón del mundo, palpando a Cristo las veinticuatro horas del día" (MT). Y esta forma de ver a Jesús nos lleva necesariamente a alcanzarle, a palparle, no simplemente siendo, sino viviendo lo que vemos, amándonos unos a otros como Él nos ha amado, incluso hasta la muerte.

La compasión es la piedra angular de nuestro ministerio, no sólo porque es el mismo Jesús el que sufre, el que tiene sed en el desierto de nuestra Calcuta, sino porque la compasión por la pobreza física y el sufrimiento, hace autentica, completa, dirige, fortalece e incrementa nuestra compasión por la pobreza y el sufrimiento espirituales. Estamos llamados a ser ministros de la persona como totalidad, tal y como Jesús lo hizo, respetando la naturaleza sacramental del hombre y de la salvación, de modo que las realidades espirituales queden expresadas y se comuniquen por medio de gestos externos. Para hacer nuestra y proclamar la profunda compasión por la pobreza interior del hombre, hemos de desarrollar y vivir en nosotros una penetrante compasión por la pobreza exterior del hombre. Esta es la razón por la que Jesús "iba predicando la buena nueva y sanando a los enfermos": la compasión exterior es una parte integral y una expresión necesaria de una compasión mucho más profunda.

Ejerciendo esa compasión exterior comenzamos a abrazar la desgarradora apariencia, y a aprender a amar lo que nos repugna, pues más aún que la cruz que las hace "repugnantes" es esa misma repugnancia la que constituye la más aplastante de las cruces: "Sed amables, muy amables con los pobres y los que sufren: Nos damos poca cuenta de lo que tienen que soportar... tratadles como templos de Dios" (MT) Tratándoles así, "como templos de Dios", la odiosa experiencia de lo que es sentirse indeseado hace que redescubran su dignidad humana; porque, contemplando y sirviendo a Cristo en ellos, estamos apuntando a una Presencia, y a su identificación con esa Presencia, la cual pueden comenzar a descubrir tanto ellos como los que les rodean. Nuestra caridad revela a Cristo presente en ellos, tanto para sí mismos como para todo el mundo.

La compasión también halla expresión en la generosidad, en la habilidad de "andar la segunda milla", de tomar el tiempo para escuchar a la gente, para dar más de lo que se nos pide e incluso antes de que se nos pida, dando un amor preveniente como hace Dios, y, como Dios, no teniendo medida en nuestra caridad mas que la de amar sin medida. Como Jesús, que nos amo "hasta la muerte", amar sin medida es amar sin tomar en consideración el precio, amar " hasta el dolor" y más allá todavía.

Este rechazo a medir o contar el coste tiene que inspirar cada faceta de nuestro ministerio rehusando encerrar nuestra caridad en limites preestablecidos de tiempo, gasto, inconveniente o trabajo. Jesús no hizo nada de esto. Su entrega fue "libre" en el sentido más profundo: liberal, pródigo, abundante. "Gratis habéis recibido, dad gratis". Esta liberalidad, este rechazo a medir se ve ante todo en el elemento básico y esencial de cada ministerio: trabajos, esfuerzo y fatiga. "Tenéis que trabajar por la conversión y santificación de los pobres… trabajar, esto es, un esfuerzo duro e incesante, sin ver resultados, y sin calcular el precio" (MT).

La fatiga que acompaña a nuestro ministerio no es simplemente su indeseable e ineludible consecuencia, sino una parte integrante de nuestro trabajo, ya que nuestro trabajo está incrustado en la obra redentora de Cristo. "Soportando la fatiga del trabajo en común con Cristo, crucificado por nosotros, el hombre colabora en cierto modo con el Hijo de Dios en la redención de la humanidad " (Laborem Exercens 27). Por consiguiente, no sólo nuestro ministerio en sí mismo, sino, de una manera especial, su misma fatiga, sus frustraciones y su dolor son salvíficos, son com-Pasion en su sentido más verdadero y son parte de nuestra misión como fueron parte de la Suya.

Ese inagotable esfuerzo que da contenido a nuestra compasión debe de encaminarnos "a la búsqueda de la oveja perdida", no sólo visitando a los que nos invitan, sino buscando a los que no lo hacen, llevando al Zaqueo contemporáneo la invitación a esa misericordia que no solo perdona sino que atrae a la conversión. Con Jesús hemos de ser "amigos de pecadores y publicanos" (Lc 5:30), incluso hasta el "escándalo" de buscar su compañía como hizo Jesús, pues no hemos venido para los virtuosos sino para los pecadores, los explícitamente "más pobres de entre los pobres". Nosotros también tenemos que "ir y aprender lo que significa: Misericordia quiero y no sacrificio" (Mt 9:13), para que comprendiéndolo podamos vivirlo y, viéndolo, "el mundo crea..." que Él nos ha enviado.

Para que sea genuina nuestra compasión, como toda caridad, tiene que comenzar en casa, en nuestra propia casa rectoral o comunidad, y entre nuestros hermanos sacerdotes. Es ahí donde nuestra compasión y solidaridad encuentran su potencial y su raíz más profunda. "Llevad de nuevo la oración y el amor de los unos por los otros a las parroquias y comunidades... Allí donde la soledad del sacerdote es tan grande, aparece la tarea de los sacerdotes colaboradores para ayudar a llevar ese amor, esa fraternidad entre los sacerdotes" (MT). Si Jesús nos llama "amigos", ¿no debemos considerarnos entre nosotros como tales? ¿no ha de unimos Su amistad entre nosotros? "Para que sean uno, Padre, como Tú y Yo somos uno..." (Jn 17:22).

El modelo de nuestro amar "como Él nos ha amado" será siempre el Evangelio, un Evangelio del que no tenemos que tener miedo a la hora de examinarnos a nosotros mismos, cuyo radicalismo, aunque sea inalcanzable aquí y ahora, no ha de ser rechazado, sino que tiene que ser mantenido siempre como meta, como ideal. El hecho de ser un colaborador debe marcar una diferencia real en nuestras vidas, suministrándonos algún estímulo concreto a nuestra mente, nuestro corazón y nuestro sistema de vida, de manera que de alguna forma real no seamos los mismos de antes, ni seamos ahora los que seremos en el futuro. Esa diferencia ha de ser resumida en una cosa, medida con un mismo barómetro: una vida renovada y más fiel al evangelio incluso allí donde más nos avergüenza y nos desafía...

"Al que quiera pleitear contigo para quitarte la túnica déjale también el manto..." (Mt 5:40) "A quien te pida dale, al que desee que le prestes algo no le vuelvas la espalda, presta sin esperar que te devuelvan..." (Mt 5:42). "Si quieres ser perfecto ve, vende lo que tienes y dale el dinero a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo..." (Lc 18:22). "Señor ¿cuándo te vimos hambriento o sediento, desalojado o desnudo, enfermo o en la cárcel y no te ayudamos? En verdad os digo, cada vez que no lo hicisteis con uno de estos, hermanos míos mas pequeños, a Mí no me lo hicisteis..." (Mt 25:44). "Cuando das una comida o una cena no invites a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a tus vecinos ricos, no sea que ellos, a su vez, te inviten y ya tengas tu recompensa. No, cuando des un banquete invita a los pobres, a los lisiados, a los cojos, a los ciegos y serás dichoso porque no te pueden corresponder y se te recompensará en la resurrección de los justos..." (Lc 14:12-14).

Amar a nuestra gente significa estar dispuestos a morir por ellos, no sólo por la masa, sino por cada uno de ellos. Cada uno es ese Templo, y el hecho de que haya muchos no diluye o disminuye el supremo valor de cada uno. La Madre Teresa insiste: "Jesús habría muerto incluso por uno solo". Así pues, ningún sacrificio es demasiado grande para dejar de ser digno de cada persona, pues cada uno es Jesús. Al igual que en la Eucaristía, Jesús está presente en los pobres, tanto en uno como en muchos. Y quizá la mejor manera de empezar a demostrar que nada es demasiado grande, es precisamente mostrando que nada es demasiado pequeño, en la disposición de hacer las cosas pequeñas por lo menos con amor: "Somos tan pequeños que miramos las cosas de una manera miope. Pero Dios, que es todopoderoso, todo lo ve grandioso" (MT) Haciendo las cosas sencillas aprenderemos el valor de las cosas pequeñas, la gran eficacia de la pobreza de medios en el apostolado, a fin de que "sea Él y no nosotros" (MT) Rechazando con Jesús las "tentaciones del desierto" que también nosotros sentimos, la tentación de buscar resultados fáciles e inmediatos entre hosannas, en lugar de elegir el sendero del Padre, de pobreza, humildad y confiada paciencia. Nuestra confianza descansa en Él, en la fuerza de Su Palabra pronunciada con nuestra voz, manifestada en lo que somos y en lo que hacemos, manifestada en las pequeñas cosas que dejan lugar en nosotros a Dios y a su actividad y grandeza, en vez de emplear algunos de nuestros métodos matemáticos y proyectos prefabricados, que sólo llegan a tocar las mentes y los bolsillos, pero pocos corazones.

Ante la inmensidad de las necesidades y la imposibilidad de solucionarlas, jamás hemos de dudar del gran valor que tiene lo poco que podamos hacer. Antes bien, hemos de estar siempre dispuestos a entregar al Señor "nuestros cinco panes y dos peces", confiando en que sea Él el que los bendiga y multiplique. Es solo el amor de Dios obrando a través de nosotros, no nuestros programas (que a menudo tienden a despersonalizar al Dios personal) los que pueden saciar al Jesús sediento. "Es solamente el corazón el que puede tocar los corazones. Solo podemos tocar las almas en la medida en que las amemos. Esta es la explicación del asombroso hecho que uno a veces se encuentra: sacerdotes que son escrupulosos en cumplir las prácticas religiosas, pero cuyo ministerio permanece mas o menos estéril. Si se acude a ellos en momentos de angustia, uno encuentra en ellos una manera de pensar y una forma de vida coherentes, pero sin grandeza, sin apertura de corazón. Todas las almas, pero especialmente las que están abrumadas por el sufrimiento, tienen derecho a encontrar en su sacerdote el eco de su propio dolor. El sacerdote tiene que tener en su corazón sacerdotal este fuego, este amor que atrae a las almas a Cristo..." (Marmion).

 

LA UNIDAD DEL REINO

Llamándonos a ser sus discípulos, Jesús nos invita a una vida de comunión con Él. Pero también nos ha llamado a una vida en comunión de los unos con los otros. La una no puede ser genuina sin la otra. Juntas forman las dos características evidentes en la vida de los Doce: comunión con Jesús y comunión entre ellos. El gran deseo de Jesús es que seamos uno con Él, como Él se ha hecho uno con nosotros, para que todos seamos uno en Él, como Él es una sola cosa con el Padre. "Que todos sean uno, Padre, como Tú y Yo somos uno, que sean ellos uno en nosotros" (Jn 17:21). La Trinidad desea comunicar "ad extra" no sólo su amor, Sino también la comunión divina que es fruto de ese amor. En Jesús, la Trinidad se hace fuente y fin de nuestra propia unidad y comunión. De hecho, la misma palabra comunión expresa la profundidad de la unión hacia la cual nos urge el Espíritu Santo a quienes "poseemos el mismo Espíritu" (1 Cor 12:4). Mientras creamos que trabajamos suficientemente y estemos satisfechos con lo que hacemos, jamás podremos decir que nuestra unidad es suficiente, pues siempre será una sombra lejana de la unidad de los Tres. Y si nunca estamos satisfechos con el grado de nuestra unidad, entonces tendremos que trabajar por profundizar, siendo instrumentos de su paz, sanando divisiones mediante el perdón y la reconciliación, y compartiendo con nuestros hermanos sacerdotes las muchas alegrías y penas que, con demasiada frecuencia, hemos de soportar a solas. La comunión implica pues, algo más que el mero estar juntos, más que mera caridad superficial, exige un auténtico compartir la vida al igual que los Doce, un compartir a todos los niveles nuestro ser uno con Dios y con los demás en Jesús. Nuestra caridad para que llegue a ser comunión tiene que reflejar esa apertura y esa presencia, esa donación profunda, esa escucha intensa, esa profunda unidad que es la comunión con la Trinidad.

Lo mismo que el sacerdocio de Jesús y el nuestro son solamente uno y el mismo, así también todos nosotros juntos formamos un único sacerdocio, un solo cuerpo en Él, que nos hace una sola cosa. Después de la Ascensión, el Espíritu de Jesús continuó (y continua) uniendo a los Apóstoles a través del don de Pedro, "sobre esta roca", en la cual Jesús es la misma Roca. Rehusar la unidad a la que hemos sido llamados y de la cual Pedro es el servidor y "predicar un Evangelio diferente del que hemos recibido" (Gal 1:7) es dar testimonio contrario a la unidad del sacerdocio único de Jesús. El Espíritu de Jesús continua llamándonos a la comunión y es en el don de Pedro donde el mismo Espíritu hace posible, practicable y real esa comunión.

Nuestra comunión invisible con el Espíritu Santo consiste en encontrar su expresión visible en comunidad, en una deliberada búsqueda y vivencia de todas las consecuencias exteriores de nuestra unidad interior. La Comunión da forma a nuestra unidad y confiere los medios concretos para experimentar y profundizar nuestra comunión. Al igual que la Iglesia, cimentada sobre el fundamento de los Apóstoles, la unidad de nuestro sacerdocio se vive en la comunidad formada en torno a la persona y el ministerio del Obispo. Con el Concilio, nuestro Movimiento estimula firmemente a los sacerdotes que se han propuesto vivir juntos en la sencillez y fraternidad de la Iglesia primitiva: apoyándose unos a otros con la oración y el ministerio mediante el vinculo de la caridad, para hacer más visible aún la unidad de la Iglesia local. Nuestro ferviente deseo es que la presencia del Movimiento dentro de una diócesis o comunidad religiosa sea en primer lugar y sobre todo un constante esfuerzo hacia la unidad, y fomente constructores de comunidad, estimulando sobre todo un amor concreto por la propia diócesis o familia religiosa. En este mismo espíritu, el Movimiento propone fomentar días de fraternidad y oración a fin de fortalecer en comunidad este sentido de comunión.

Pero quizá el ámbito en que nuestro obrar y nuestra difusión de la comunión con la Trinidad es mas vital y visible es en la parroquia, el pueblo de Dios confiado a nosotros como un microcosmos de la diócesis y de la Iglesia. Haciéndonos nosotros uno con ellos como Jesús, hemos de hacerles uno en Jesús. Su unidad dependerá de nosotros, de nuestra unidad con Jesús y con ellos, de nuestro deseo, nuestra oración, nuestro trabajo en favor de esa unidad. La parroquia ha de ser expresión de la presencia y actividad de Jesús en la gente y en el hogar, presencia que depende de la unidad: "Donde dos o tres se reúnen en mi nombre Yo estoy ahí en medio de ellos" (Mt 18:20). Nuestro servicio, pues, es para esa unidad que permite a Jesús saciar la sed de nuestro pueblo con su presencia en sus corazones y en el interior de cada uno, dentro de la comunidad. En cada persona individual Jesús está presente, pero permanece invisible. En los corazones de muchos que se han hecho "un solo corazón y una sola alma" (Hech. 4:32) Jesús adquiere forma, belleza y vida. Imitando así a la Trinidad y en unión con Jesús, la caridad ha de llevamos a servir nuestro servicio a la comunión y nuestra comunión a la comunidad. Esta es nuestra vocación: reflejar a la Trinidad a través de la caridad en comunión, "para que el mundo crea..."

 

LA CARIDAD MINISTERIAL: LA SEXTA VIA

Las obras de misericordia son signos del Reino, huellas del Dios que primeramente se reveló a si mismo de palabra y obra como Amor: "Deus caritas est". Comunicamos a Cristo y revelamos a Dios irradiando lo que Él es –caridad en lo que somos, en lo que hacemos, con palabras y obras de caridad. La caridad es autentica revelación, encarnación del Evangelio. Un "mullah" musulmán, después de observar silenciosamente esta encarnación del "amor en accion" en la casa de Moribundos en Calcuta, le dijo a la Madre de Teresa: Toda mi vida he sabido que Cristo era un profeta, pero hoy sé que Él es Dios... pues solo un Dios podía comunicar esa clase de alegría en el servicio de nuestro prójimo..."

"Hoy sé que Él es Dios..." a través de los trabajos que expresan las palabras de caridad de Cristo. Esta caridad radical y gozosa quizá sea la única prueba convincente de la existencia de Dios en nuestro mundo materialista y pluralista en el cual los argumentos racionales no son capaces, por sí mismos, de tocar o cambiar las mentes y los corazones. "Hoy el mundo quiere ver" (MT) "Por encima de todo, el Evangelio se ha de predicar por testimonio. Es por consiguiente y precisamente por su conducta y por su vida por lo que la Iglesia evangelizará al mundo" (Ev. Nuntiandi) Las cinco vías de Santo Tomas no son ya suficientes por sí mismas para un mundo muerto de hambre, que vive en la abundancia o en la pobreza. Se necesita también una "sexta vía” que es en realidad la primera vía. Es la manera propia de revelarse Dios porque "El nos amo primero" (1 Jn 4:19).

La caridad, además de revelar a Dios, y Su amor, también comunica ese amor. No solamente nos habla de Dios, sino que en cierto modo es una mediación de presencia de Dios, de quien se habla. No solo es Cristo quien recibe nuestra caridad, sino que el gran misterio de la caridad es el mismo Cristo, quien, a través de nosotros, desarrolla y se hace presente en nuestra caridad, pues "el amor es de Dios" (1 Jn 4:7). Obras de caridad son obras de Dios, no solo en la medida en que se convierten en sus instrumentos, sino porque están dotados de una presencia especial de Dios precisamente porque Dios es caridad. "Toda obra de caridad sitúa a la persona cara a cara con Dios" (MT).

La caridad, es, en cierto sentido "sacramental"; comunica y revela a Dios. Es, al mismo tiempo, signo y semilla, testimonio y obsequio.

La caridad nos capacita para descubrir al Dios del Amor, que permaneciendo en esa caridad no solo se revela a sí mismo como Amante del genero humano y proveedor de nuestra pobreza, sino que en esos mismos actos de caridad es donde muestra su amor a la humanidad y colma esa pobreza.

La caridad no solo convence y se comunica, sino que también tiene fuerza de atracción, cobrando tal belleza y atractivo que inspira tanto al creyente como al agnóstico, y se convierte en un reflejo del resplandor de Dios mismo. Es un espejo de la auténtica belleza de Dios. Nuestras obras de caridad ciertamente son "algo hermoso para Dios", ya que la caridad es una participación de Dios y de la misma belleza de Dios. En cierto modo, la caridad es belleza.

En razón de esta belleza, ya que es atractiva, la caridad reclama una respuesta amorosa y espontánea por parte del que la ejercita. La caridad invita, estimula, enardece, se hace "contagiosa". Los ideales solo atraen cuando se viven, cuando toman cuerpo en nosotros, cuando son fruto nuestro.

La belleza cobra fuerza solo cuando se le da forma; "para aprender lo que es la caridad, necesitamos vivirla" (MT). Michael Gómez, el que en un principio dio cobijo a la Madre Teresa cuando aun era desconocida y vivía en las calles sin otra ayuda que Dios, en cierta ocasión comentó, haciendo referencia a esta fuerza contagiosa de sus obras de caridad: "cada obra ha tenido un comienzo sencillo y humilde. Por ejemplo, sus escuelas en los suburbios. Se da cuenta de la necesidad de implantar una en un determinado lugar, el suelo es la pizarra, la tiza es un palo, y el numero de chavales comienza a aumentar. Uno que pasa por allí lo ve con sorpresa y da una mesa, después otro regala una pizarra y así sucesivamente". La caridad resplandece por sí misma, es fructífera y se propaga con el frescor y vitalidad del mismo Dios.

Solo los que han recibido amor pueden creer en el amor. Solo los que han visto lo que es la caridad son capaces de creer en un Dios de caridad al que no pueden ver. Y una vez percibida esta caridad no solo nos lleva a creer, sino que nos mueve nuevamente hacia la caridad que, a su vez, reanuda el ciclo de: fe-atracción-respuesta en los otros.

Esta es nuestra vocación, revelar a Dios. Este dar a conocer a Dios, proclamando Su presencia que consiste en predicar a Cristo con palabras y obras fruto de una caridad ministerial que, aun siendo pequeña, refleja la belleza de la Santísima Trinidad. ¿Es el Cristianismo la auténtica respuesta a la sed que padece el mundo? Que nuestras vidas y nuestras respuestas sean verdaderamente una manifestación de la vida y respuesta de Jesús: "Id a decidle a Juan lo que habéis visto..." (Lc 7:20).