"El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido..."
[Lc 4:18]
EL ESPÍRITU DEL SEÑOR
está sobre nosotros" para hacernos partícipes de la misma consagración y misión de Jesús. Con todo lo grande que sea este don, no es tanto un punto de llegada sino un punto de partida. "La imposición de manos" no es sólo el comienzo de nuestra misión, sino el comienzo de nuestra consagración. Consagración que, por supuesto, no es algo estático. Es una vida: la vida de Jesús en nosotros. Su misma consagración ha sido sembrada como una semilla en nosotros. Pero esa semilla sólo existe para poder en su día tener ramas y "dar mucho fruto" (Jn 15:8) Por eso, nuestra consagración interior necesita ser vivida, alimentada, profundizada, exteriorizada. Igual que la de Jesús, nuestra consagración interior existe para ser verificada exteriormente. El mismo Jesús consideró esta verificación exterior de su consagración interior como parte de una única realidad, un único misterio, hasta el punto de referirse a esa plenificación pascual con la misma expresión: “Yo me consagro” (Jn. 17:19).
Su consagración externa consistió en ese único movimiento de vaciamiento por amor al Padre y a la humanidad, que le llevó desde la pobreza de Belén hasta la culminación de la cruz y la glorificación, y hasta la Eucaristía, que contiene todos los misterios de esa consagración sacerdotal única.
Jesús se consagró para que el mundo, a su vez, fuese consagrado con el "espíritu de hijos" (Rom 8:15) Pero de manera especial su consagración la realizó pensando en la nuestra, dado que había de ser por medio de nuestra consagración sacerdotal como Él iba a continuar consagrando al mundo en cada época: “Yo me consagro para que ellos también sean consagrados…" (Jn 17:19) Su gran preocupación era, y es, que su consagración pudiese alcanzar su plenitud, su canalización y manifestación en la fidelidad y generosidad con que vivimos nuestra propia consagración en Él.
Por esto, nuestra inicial consagración por la "imposición de manos", requiere un diario vivir "su consagrarse", permitiéndole a Jesús llevar a cabo nuestra consagración inicial por medio de su consagración, ya completada dentro de nosotros. Así nos introduce cada vez más profunda y concretamente en el misterio pascual de su amor, vaciado de sí mismo en la pobreza de la cruz, y bebemos del agua viva de su propia unión por medio de la Eucaristía y la oración.
LA POBREZA DE LA CRUZ
"Cuando el Señor quiso hermanas para su labor entre los pobres, les pidió expresamente la pobreza de la cruz. Nuestro Señor, en la cruz, no poseía nada. Escogió la pobreza porque es el medio de poseer a Dios, de traer su amor a la tierra..." (MT).
Es en la pobreza voluntaria, una pobreza elegida, donde paradójicamente la pobreza involuntaria de nuestra condición humana halla su única riqueza verdadera. Pues ahí es enriquecida por Aquel que se despojó a sí mismo, para que siendo también despojados nosotros con Él, podamos poseerlo todo "poseyendo a Dios" y de esta manera seamos capaces de compartir con los demás el don de la riqueza interior testimoniada por nuestra pobreza externa, pudiendo así "traer su amor a este mundo".
“El despojarse de Jesús fue la primera expresión de lo que es la verdadera pobreza y siempre será su modelo y su fuente. Tanto su pobreza como la nuestra encuentran su fundamento, su motivación y su fuerza únicamente en el amor. Sólo el amor fue lo que movió a Jesús a vaciarse de sí mismo; su pobreza no era en sí misma un valor, sino una expresión, aunque necesaria, de su amor: "Él, siendo rico, se hizo pobre por amor a nosotros" (2 Cor. 8:9) La pobreza es ante todo y sobre todo caridad, darse totalmente. Por eso, la caridad lleva inevitablemente al deseo, a la necesidad de la pobreza; "el amor y la pobreza van siempre unidas de la mano" (MT).
Un espíritu, un deseo de cierta pobreza es requisito indispensable para que amemos como Jesús nos amó; no sólo porque Jesús nos amara por medio de la pobreza sino porque la pobreza misma es un elemento básico de la naturaleza y dinámica interior del amor y la compasión. El amor siempre conduce al deseo de compartir, pero éste compartir supone despojarnos de lo nuestro, para dar lo que es nuestro y acoger como nuestras las necesidades y sufrimientos del otro.
El amor nos mueve a servir, pero el servir requiere un vaciamiento interior, una pobreza interior que le dispone a uno para servir y una pobreza externa que le hace a uno libre para servir. Para amar, Jesús mismo se hizo pobre. Por lo tanto, para amar, nosotros mismos debemos ser pobres. Pobres para compartir, pobres para servir, lo suficientemente libres como para dar testimonio del evangelio que predicamos aunque sólo sea ante "nuestro Padre que ve en lo secreto" con una vuelta evangélica a la práctica de dar limosnas. Todos los que como nosotros han sido bendecidos con bienes materiales deben recordar que la abundancia no es para nosotros sino que ha de fluir por nuestras manos a los necesitados: "Vuestra abundancia suplirá su necesidad" (2 Cor. 8:13) "Y más aún, juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas y las tengo por basura con tal de alcanzar a Cristo y ser hallado por Él..." (Fil. 3:8).
La pobreza externa de Jesús no puede ser tomada como accidental en su vida y misión. Una mirada más detenida a su vida nos descubre la pobreza como la constante manifestación externa de su pobreza interior, la pobreza de su amoroso sí al hombre y a nuestra condición ("tomo la condición humana... tomando la condición de esclavo") Puesto que la suya no fue una pobreza accidental, el hecho de esa pobreza no puede ser desechado o subestimado. El mismo buscó esa pobreza, Él "se hizo pobre". Desde Belén hasta el sepulcro fue el más pobre de todos los pobres: voluntariamente despojado de su dignidad de Hijo, nacido en un pesebre, treinta años como hijo de un humilde carpintero, sin "lugar dónde reclinar la cabeza" durante su vida pública, humildemente crucificado en la madera con la que Él había humildemente trabajado, con sed, traicionado y abandonado, y al final colocado para reposar en un sepulcro que no era suyo. Desde el primer día de su existencia humana, Jesús creció en pobreza, cuya profundidad jamás podrá ser experimentada por ningún ser humano, porque "siendo rico se hizo pobre". Al ser yo colaborador suyo, "alter Christus", tengo que "criarme" y alimentarme con esa pobreza que el Señor pide de mí.
Si Jesús fue pobre ¿cómo no lo habremos de ser nosotros que hemos sido escogidos para ser un signo de Cristo, otro Cristo? Alcanzar ese grado de pobreza que el Señor pide de cada uno de nosotros, implica un proceso gradual de vaciamiento interior y exterior.
Interiormente sentiremos la necesidad de vivir la humildad de Jesús para encontrar la libertad interior de no estar apegados a la ambición de poseer, buscando el último lugar, la pequeñez de un niño, único modo por el que tendremos entrada en el Reino, sabiendo que "Dios no quiere nuestra plenitud sino nuestro vacío y nuestra humillación" (MT) Nuestra pobreza interior es nuestra apertura, nuestro sí a la Providencia con el espíritu del sermón de la Montaña. "Hemos de ser pobres como Jesús. Su estilo de pobreza era sencillo. Se fió de su Padre completamente" (MT).
En lo externo sentiremos gradualmente la necesidad de simplificar nuestra vida, de vivir la pobreza evangélica más radicalmente, empapando nuestro espíritu de pobreza interior, eligiendo no tener ciertos lujos. "Jesús lo podía haber tenido todo, sin embargo escogió no tener nada... nuestro Señor no tenía donde reclinar la cabeza, sería una vergüenza que sus colaboradores vivieran en una casa bien amueblada con todos los lujos y cosas bonitas, sin pasar la misma necesidad" (MT) "La pobreza externa no sólo expresa, sino que refuerza nuestro sí a Dios: también los actos voluntarios de pobreza sirven para actualizar la conciencia de que estamos en la presencia de Dios..." (MT) Aunque quizá en el momento presente nos sintamos incapaces de responder plenamente a su invitación, no nos "vayamos tristes" como el joven rico, no descartemos la idea, sino que perseveremos en este ideal, en la certeza de que "el Señor que comenzó esta Obra Buena, El mismo la llevará a término" (Fil. 1:6).
El crecimiento interior de Jesús alcanzó su culminación en la pobreza de la cruz, consecuencia última de la encarnación y suprema revelación de la sed del hombre y de la sed de Dios por saciarnos. La Cruz no fue una realidad aislada, sino la consecuencia última y definitiva de su pobreza interior y exterior: esa doble crucifixión del espíritu y la carne (la humillación de su corona de espinas, y la espina de su corona de humillaciones) ambas expresan su único grito de sed. La cruz es vivir la pobreza y la pobreza es vivir la cruz.
La pobreza es vivir la cruz, no tanto porque es un sacrificio, sino como una expresión de amor. El amor se expresa en la pobreza, una pobreza que nos injerta en Jesucristo y nos hace uno con Él, de forma que la pobreza nos conduce, a su vez a una unidad cada vez, más profunda con Él. La unidad de la cruz, participando y soportando los unos las cargas de los otros, los unos las cruces de los otros, sintiendo en nuestro interior y atendiendo el grito de sed que brota del calvario escondido de los demás.
Con este espíritu y con esta convicción iremos creciendo en el deseo de tomar sobre nosotros los sufrimientos de nuestro pueblo, con nuestros propios actos voluntarios de abnegación y en la alegre aceptación de las cruces y pruebas que el Señor nos envíe en nuestra vida y ministerio de cada día.
Si la conciencia de nuestra unidad subjetiva con nuestro pueblo debe movernos a participar en su cruz, cuánto más la conciencia de nuestra unidad objetiva con Cristo debe movernos a participar e incluso a desear su cruz llevando con amor la cruz que Él llevó por amor a nosotros. En efecto, É ha hecho que la cruz de su pueblo sea una con la suya, para que la motivación de nuestra subida con El al calvario, de nuestro "extender las manos para que nos lleven a donde no queramos", siempre sea para nosotros, como lo fue para Pedro, una respuesta a su continua pregunta" ¿Me amas más que estos?" (Jn 21:15).
"Si verdaderamente estamos unidos a Jesús en la oración, si llegamos a estar muy cerca de la Pasión de Cristo, entonces necesitaremos esa participación en su Pasión, necesitaremos la mortificación, necesitaremos la Cruz... Llevad esto por doquier, este vivir la Misa, este participar en la Pasión de Cristo presente en los sufrimientos de su pueblo..." (MT).
También nosotros, como los discípulos de Emaús, somos tantas veces "tardos para comprender" el valor y la necesidad de la pobreza de la Cruz.
Lo mismo que la pobreza, también la cruz debe llegar a ocupar en nuestra vida y en nuestra misión el mismo lugar que en Jesús. A medida que lo vamos viviendo, nos damos cuenta de que la pobreza se convierte en nuestra capacidad de enriquecer, y la cruz en nuestra capacidad de comunicar vida. Una vez que somos capaces de comprender y aceptar esta verdad, en ese momento tendremos también nosotros que empezar a vivir las bienaventuranzas, y no sólo a predicarlas, "amando hasta que nos duela, sin contar lo que nos cueste" (MT) "comenzando a subir hacia Jerusalén con Jesús..."
"Sin el sufrimiento, nuestro trabajo sería sólo una labor social, buena y útil, pero no tendría parte en la obra de Jesucristo, no tendría parte en la Redención. Jesús quiso ayudarnos compartiendo nuestra vida, nuestra soledad, nuestra agonía y nuestra muerte. Él ha tomado sobre Sí todo esto... sólo haciéndose uno con nosotros nos ha redimido. Nosotros hemos sido llamados a hacer lo mismo. Toda la desolación de nuestra gente, no sólo su pobreza material, también su abandono espiritual, debe ser redimido, y nosotros hemos de participar en ello... Sólo siendo uno con ellos podremos redimirles, en esto consiste traer a Dios a sus vidas para llenarlas llevándoles a Dios..." (MT).
EL PAN DE VIDA
Para los cristianos la Eucaristía es el centro del mundo. La Eucaristía lo es todo, verdaderamente todo, porque la Eucaristía es Jesús. Es Jesús vivo y operante "el verdadero pan bajado del cielo" (Jn. 6 :32), en el cual el Padre le da a cada hombre de todo tiempo y lugar el don personal de su Hijo. Es el don de todo lo que Él es y ha hecho, derramado en la pobreza de nuestra desgarradora apariencia, a través de la pobreza radical de la apariencia del pan. Para saciar su hambre en nosotros con el pan de vida que nos transforma en Él. Y así nos permite vivir con Su vida haciendo lo que Él ha hecho, "y aún obras más grandes". Por la Eucaristía no sólo recibimos todo lo que Jesús es y ha hecho; no sólo entramos en contacto con Él que es "Hijo de Dios y Salvador", con su Encarnación con su Pasión y Muerte, con su Resurrección, Ascensión, envío del Espíritu Santo, sino que nos convertimos en todo lo que es Jesús y empezamos a obrar lo que Jesús ha obrado. Su obra entra en el tiempo no sólo por la Eucaristía, sino a través de quienes somos alimentados por Ella. No sólo nos convertimos en testigos del misterio Pascual, sino que nosotros mismos somos introducidos en ese misterio, entramos en la misma Eucaristía de Jesús, nosotros "que hemos comido la carne del Hijo del Hombre" (Jn. 6 :53). Nos convertimos, por así decirlo, en una viva prolongación de su Eucaristía y sus misterios. Los misterios de Jesús toman carne en el misterio de nuestras vidas, una vida en la que cada aspecto de la vida del Hijo se convierte en una comunión viva, prolongando sus obras de caridad cuya suprema expresión fue su Pasión y Muerte. La Eucaristía alimenta cada día nuestra caridad con ese mismo misterio Pascual. En las obras de caridad es verdaderamente Jesús quien actúa, puesto que gracias al Pan de Vida "no somos nosotros ya quienes vivimos". (Gal. 2:20).
Penetrando nosotros su caridad en la Eucaristía, y penetrando su caridad en nosotros para luego extenderse en el mundo a través de nuestros actos de amor, nos convertimos en una única Eucaristía viva con Jesús. En esas obras de amor, prolongación de su Misterio de amor en el Calvario, son consumadas su Eucaristía y su obra de divinización del hombre y alabanza del Padre, porque es en y por esa caridad como somos hechos semejantes a Cristo, y de este modo el Padre continúa siendo glorificado por el Hijo en nosotros. "Cada vez que comemos de este Pan proclamamos y vivimos su muerte, proclamamos y vivimos su amor a cada hombre y su obediencia al Padre, su pobreza que continúa enriqueciéndonos, su ser uno con nosotros, y su sed "hasta que vuelva en gloria" (1 Cor. 11:27).
Ante la inmensidad y pequeñez de la Eucaristía, ante la grandeza y la pobreza de Dios, hay que permanecer en silencio. En silencio ante este silencioso don que nos comunica todo lo que jamás pueda ser dicho. En silencio ante esta grandeza infinita arropada en infinita humildad. Dios se ha hecho pequeño para que fieles a nuestra pequeñez lleguemos a "ser Dios". Para enseñarnos que en armonía con la pobreza de la Eucaristía, nuestras obras aparentemente pequeñas, la pobreza de nuestros humildes dones son capaces de contener incluso la inmensidad del amor del calvario. El corazón del Altísimo puede ocultarse tras de ellos como tras del Pan Eucarístico. Precisamente por la pequeñez de la Eucaristía, su grandeza puede ser reflejada en los actos más pequeños y en los momentos más insignificantes.
Puede ser al mismo tiempo el centro del mundo, el centro de nuestras vidas y el centro de nuestros actos más pequeños. Pero la Eucaristía sólo será el centro de nuestras vidas si nosotros procuramos que sea así. Sólo si nuestro corazón es lo suficientemente humilde como para recibir su humildad, lo suficientemente puro como para recibir su don libre de toda mancha, lo suficientemente enraizado en la fe para ver más allá del pan y sentir hambre de lo que hemos contemplado. Cuando más grande sea nuestra fe, más grande será nuestra hambre y cuanta más hambre tengamos del Señor bajo esta humilde apariencia, más podremos contener nosotros a ese mismo Señor bajo la humilde apariencia de nuestra vida cotidiana. A través de este tener hambre, este ir viviendo e ir dando la Eucaristía, nuestras vidas se irán “tejiendo con la Eucaristía hasta tal extremo que sólo demos a Jesús" (MT). Este tejerse va en dos direcciones: no sólo entra Jesús en nosotros, sino que nosotros somos introducidos en El, comenzamos a entrar consciente y verdaderamente en su misterio pascual, en su amor indiviso, en su pobreza, en su humildad y obediencia, en su servir al Padre y a todos los hombres desde lo íntimo de su Corazón... en una palabra, en su Eucaristía. Es nuestra vida lo que da gloria a Dios, y no solamente nuestras palabras: "No son los que me dicen "Señor, Señor" los que entraran en el Reino, sino los que cumplen la voluntad de mi Padre que está en los cielos". La Eucaristía es liturgia porque contiene la vida de Jesús y su acto de ofrecer esa vida; una vida que es en sí misma liturgia, es en sí misma alabanza perfecta del Padre. Así, cuando penetramos en su Eucaristía mediante una celebración fervorosa y vivida, nos convertimos en lo que celebramos. Con Jesús, nuestras vidas se convierten en una liturgia viva, en un mismo "sacrificio de alabanza" al Padre y en una Eucaristía viva para ser rota por los demás.
"En la vida de cada uno, Jesús se convierte en Pan de Vida para ser comido, para ser consumido por nosotros. Este es su modo de amarnos, y después, Jesús viene a nuestras vidas como el hambriento, El es el "Otro" que espera ser alimentado con el pan de nuestras vidas, con nuestros corazones para amar, nuestras manos para servir" (MT) Jesús se hace nuestra Eucaristía para que nosotros nos convirtamos en ese mismo don total en pobreza y debilidad para los demás. Nuestras vidas deben romperse con el pan, deben derramarse con el cáliz.
Al contemplar a Jesús en la pobreza extrema de la Eucaristía, vamos siendo capaces de reconocerle mejor en la pobreza de los que nos rodean, de comprender con los discípulos de Emaús la conexión, la unidad que hay entre el pan que se rompe en la Eucaristía y los sufrimientos de su cuerpo que se rompen en el Calvario. En esos momentos de íntima contemplación, también nuestros corazones arden de manera que podemos exclamar "¡Quédate con nosotros Señor!" y Él responde a esa oración de una manera ilimitada y maravillosa. Desaparece para quedarse bajo los signos por los cuales sigue haciendo presente su sed y su Pasión entre nosotros: la Eucaristía y los pobres, los que sufren. Los dos son misteriosamente una sola cosa, unidos por un vínculo que el mismo Jesús ha forjado y que nosotros hemos de penetrar y vivir si es que de verdad queremos prolongar Su Eucaristía. Los pobres y los que sufren viven la Pasión de Jesús que nosotros celebramos, y si Él continúa su Pasión en ellos, en ellos también prolonga Su Eucaristía. Uniendo en nuestras vidas lo que Jesús ya ha unido, el sacerdocio y los pobres, pueden complementarse y completarse mutuamente: juntos llegamos a ser una sola Eucaristía, un sólo Jesús. Si Jesús dice: "Esto es mi Cuerpo", hablando de la Eucaristía, de toda manifestación de pobreza humana hemos de decir lo mismo.
Hemos de crear esa misma unidad dentro de nosotros, esa misma identificación con la Eucaristía y con los miembros pobres que sufren. Para vivir la Eucaristía, el sacerdote necesita a los pobres de Jesús, a los desamparados y abandonados de Jesús, a los destrozados de Jesús. Para vivir la Pasión, los pobres y los que sufren necesitan al sacerdote de Jesús. Viviendo este misterio en toda su plenitud, viviendo el misterio que contemplamos, y contemplando el misterio que celebramos, descubrimos cada vez de un modo nuevo que la Eucaristía es verdaderamente el centro, que la Eucaristía lo es verdaderamente todo, porque la Eucaristía es Jesús entre nosotros, dador del Espíritu, el que sacia la sed de quienes tienen sed de nosotros y fuente viva de nuestra unción y renovación sacerdotal.
LA ORACION: PROLOGACION DE LA EUCARISTIA
El carácter absolutamente central de la Eucaristía, en modo alguno disminuye la importancia del silencio y de nuestra oración personal, sino que por el contrario les infunde un nuevo significado. La centralidad de la Eucaristía no está contrapuesta con la del servir o la de la oración, porque la Eucaristía las abarca y contiene a las dos. La oración y el servicio participan de la centralidad misma de la Eucaristía, porque son los dos polos de la vida eucarística, a través de los cuales nosotros mismos nos convertimos en una viva ofrenda en Jesús, para Dios y para el hombre. La consciente expansión interior de la Eucaristía es la oración. La consciente expansión exterior de la Eucaristía es el servicio. En la práctica las dos se convierten otra vez en una sola cosa: La oración se convierte en servicio como alabanza e intercesión en favor de los hombres, el servicio se hace oración cuando vemos y tocamos a Dios en los hombres. Pero ese servir no será expansión de la Eucaristía si no es, en primer lugar una verdadera expansión de la oración, si no se lleva a cabo en una atmósfera de oración. De aquí la absoluta primacía y prioridad que nuestro Movimiento le concede a la oración personal: como un vivir la Eucaristía y como preparación y condición para prolongar la Eucaristía en servicio.
La oración no es algo que hacemos nosotros, es algo en lo que somos introducidos. Desde el momento mismo de nuestro bautismo el Espíritu de Jesús clama silenciosamente sin cesar dentro de nosotros: "Abbá Padre" (Rom. 8, 15) Este es el gran misterio de la oración: Jesús mismo es quien ora continuamente en nosotros. "En realidad sólo hay una oración, una sola oración sustancial: el mismo Jesús" (MT) No se trata tanto de forzar nuestra propia oración cuanto de penetrar en la Suya, de penetrar en El, que prolonga su Eucaristía en el Sagrario de nuestro corazón. Nosotros somos la casa de Dios, nosotros somos su casa de oración. La oración es un pozo que siempre esta manando desde nuestro interior. Lo único que tenemos que hacer nosotros es "rodar la piedra" que tapa y ahoga la oración del Espíritu dentro de nosotros, permitiendo que resucite con el Resucitado para "dejar que la oración ore en nosotros" (J. La France).
Deseosos de penetrar el misterio de Jesús que ora en la Eucaristía y que prolonga su oración eucarística en nosotros, el Movimiento fervientemente exhorta a un tiempo diario de adoración en la presencia física de este misterio, como medio indispensable para entrar en contacto con esa realidad que es la fuente de nuestro sacerdocio, de nuestra oración, de nuestra renovación personal y de nuestro servicio. Nuestra estima de ello nos dará la oportunidad sin par de penetrar en la oración de Jesús, de interceder con Él por nuestras gentes y de profundizar y crecer en todo aquello que hemos de ser para Jesús y para los demás, como colaboradores suyos en el sacerdocio.
La fidelidad a esta hora diaria de unión con Él, nos comunica un hambre creciente de Dios y de su voluntad. Cuanta más hambre tengamos, más seremos saciados. Y cuanto más saciados seamos, más hambre tendremos aún. Esta hambre del corazón eleva nuestra sensibilidad, nuestra conciencia de la presencia de Dios en lo más profundo de nuestro ser, y ello nos va moviendo a desear encontramos con Él a un nivel más profundo de oración. Necesitamos una oración profunda, necesitamos el valor de descender por debajo de nuestras distracciones al "lugar del corazón", tal como nos exhortan los Padres griegos, negándonos a contentarnos con una oración superficial que no puede satisfacernos ni cambiarnos jamás. La oración profunda es mi contacto con la eternidad. "Trae consigo antes o después la conciencia de un serio deseo de plenitud no alcanzable aquí abajo. Semejante oración trae consigo una añoranza inmediata de eternidad, porque es el misterioso comienzo de la vida eterna... Hemos de poner todo lo que somos en nuestra oración, una completa autodonación en el momento presente de modo que, al menos en ese momento, podamos decir que preferimos absolutamente a Jesús antes que cualquier otra cosa en este mundo. La única disposición a la oración contemplativa es vivir. Sólo los pobres de corazón pueden preferir a Jesús a todo lo demás" (Voillaume) La pobreza del corazón en la oración es el silencio, silencio de deseos, y silencio de palabras. Un silencio total, un vaciarse hasta el punto de que seamos capaces de escuchar, de ser llenados, permitiendo que reverbere la Palabra en nuestro interior. "El sacerdote ha de proclamar a Cristo. Pero no puede proclamarle a no ser que su corazón esté lleno de Dios. Esta es la razón por la cual necesita escuchar las palabras de Dios en el silencio de su corazón, pues sólo entonces puede pronunciar la Palabra de Dios desde la plenitud de su corazón. Almas de oración son almas de profundo silencio" (MT).
Es en el silencio de la oración donde venimos a identificarnos conscientemente con Jesús que a través de esa oración nos transforma en Sí mismo, tanto en nuestra conciencia como en nuestro mismo ser: "Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí". Esta consciente identificación con Jesús es expresada y también alimentada por el modo en que vivamos nuestra vida de oración, especialmente en las cosas pequeñas. "Lo único que puede santificarnos es la presencia de Dios, y para mí la presencia de Dios se manifiesta en la fidelidad a las cosas pequeñas" (MT). A pesar de las exigencias y distracciones de nuestro ministerio cotidiano, este sentido de identificación con Jesús y la prolongación de su Eucaristía alcanzada en la oración, puede hacer que gradualmente lleguemos a orar el trabajo haciéndolo todo "por Jesús, con Jesús y a Jesús" (MT), para vivir el servicio y la oración en armonía, en la unidad de la Eucaristía de donde brotan.
Tenemos que darle a la gente no sólo nuestro trabajo, sino también la oración de la que es expresión; esa oración que puede comunicar la paz y la presencia de Jesús también en sus vidas. Hemos de enseñar a orar a nuestra gente e incluso a orar profundamente. Hemos de enseñarles a saborear en la oración la Palabra que han creído por nuestra predicación y han recibido en nuestra Eucaristía. Y por supuesto, para enseñarles a experimentar lo que es oración, nosotros mismos hemos de tener experiencia de lo que es orar. Nuestras gentes deben poder ver y sentir que somos hombres de oración, para que puedan sentirse movidos a clamar como los discípulos: "enséñanos a orar" (Lc. 11.1) Al igual que Jesús sintió la necesidad de pasar noches enteras en silenciosa comunión con el Padre, también nosotros hemos de buscar tiempo para orar. Y lo mismo que Jesús, hemos de ser fieles a esa oración, experimentándola no como una obligación, sino como un don: “Amad la oración, sentid con frecuencia la necesidad de orar y tomaos la molestia de orar. Si queréis orar mejor, orad más” (MT. Una vez que hemos respondido a su llamada a orar más para "venir a ver dónde habita" -en la Eucaristía y en la pobreza de nuestro corazón- entonces, desde ese momento ya no habrá máscara ni disfraz, ni ninguna otra pobreza que pueda volver a ocultarnos su rostro. La oración lo es todo porque la Eucaristía lo es todo. La oración nos une a la Eucaristía, y de este modo es el vínculo entre la Eucaristía y nuestro trabajo, entre la Eucaristía y todo lo que hacemos. La oración es la que garantiza la centralidad de la Eucaristía en nuestra vida: Si la Eucaristía es nuestro todo, la Eucaristía seguirá siendo nuestro todo y si la Eucaristía es nuestro todo, pondremos por obra esa Eucaristía en servicio. Pero orar es el primer paso. Orar más. Orar mejor.
IRRADIAR A CRISTO
El fruto de nuestra renovación, el fruto de nuestro adentrarnos profundamente en las fuentes de nuestra consagración, de tal manera que seamos capaces de exteriorizar en nuestro estilo, vida y ministerio esa unción interior que participamos de Jesús, consistirá en que cada vez seamos representantes más fieles, cada vez seamos signos más eficaces e inteligibles de Jesús y de su evangelio. La comunión con Jesús produce comunicación con Jesús. Al igual que Jesús, que estaba tan unido al Padre que era su resplandor y su imagen ("el que me ha vista a Mí ha vista al Padre") (Jn. 14:9), también nosotros por nuestra unión con Jesús nos convertimos en su irradiación; en una transparencia de Cristo, para que los que nos vean, puedan de alguna manera verle a Él. "Esto es lo que significa amar a Cristo, y esto es a lo que está llamado a ser el sacerdote: ese ser completamente uno con Cristo" (MT).
La gente no busca nuestros talentos, sino a Dios en nosotros. Lo que esos griegos pedían a los discípulos en el evangelio de S. Juan es lo mismo que el mundo nos pide hoy a nosotros: "queremos ver a Jesús..." (Jn. 12:21) En ese "querer ver a Jesús" en nosotros, lo único que nos está pidiendo nuestra gente es que seamos lo que somos, que desarrollemos y profundicemos nuestra consciente identificación y unidad con Cristo. Únicamente de esta manera seremos capaces de "dar sólo a Jesús", más que a nosotros mismos.
"Atrayéndolos hacia Dios y nunca, nunca, hacia nosotros. Si no les estáis acercando hacia Dios entonces los estáis buscando por vosotros mismos. La gente sólo os amará por lo que vosotros mismos sois, no porque les recordéis a Cristo" (MT). La gente espera, y con toda razón, encontrar algo de Cristo en nosotros. Esperan descubrir en nosotros ese sentido de Dios, a quien nosotros hemos de hacer más cercano y más tangible, no sólo por nuestro ministerio, sino en nuestra misma persona. “Ciertamente que deseo predicar la Palabra de Dios lo mejor que sea capaz”, escribió el gran dominico francés Padre Grandmaison, "pero no es ese sentimiento el que me ha traído aquí. Cuando estaba en el mundo jamás me acercaba a un sacerdote sin la ardiente esperanza de encontrar algo de Dios en él: la sensación de la presencia viva de Cristo. Sin embargo, cuando empecé a buscar a Dios de esta manera y sólo encontré a un hombre, experimenté una amarga y dolorosa desilusión. Mi gran ambición al ser ordenado, es no desilusionar nunca jamás a una sola alma ".
Ser uno con Jesús, dando sólo a Jesús, y dejando que la gente sólo le vea a Él en nosotros, esto es lo que significa "irradiar a Cristo". “¿Qué se espera de mí como colaborador?, -Deja que Cristo irradie y viva su vida en tí y a través de ti... ¿Para qué sirve nuestro trabajo? -Para dar a Cristo. Tu fragancia, Señor, no la mía. Que la gente me mire y sólo vea a Jesús. El quiere vivir su vida en ti, quiere mirar por tus ojos, caminar con tus pies, amar con tu corazón..." (MT).
Jesús deseó y oró para ser glorificado en los apóstoles (Jn. 17:10). Es decir, también en nosotros. Por lo tanto, nuestra misión es ser "la gloria", la irradiación de Cristo, el resplandor del Resucitarlo. Se nos encarga continuar la misión de Cristo en la tierra, la misión de manifestar al Padre, y manifestar su amor: "El que me ha visto a mí ha visto al Padre". De idéntica manera que Cristo es "imagen de Dios invisible" (Col. 1:15 ), así también el sacerdote debe ser imagen de Cristo invisible, la imagen viva de Aquel que le envió.
La sed que Dios tiene de saciar, testimoniada por todos los profetas, culminada en Jesús y actuante en su Reino por medio del Espíritu Santo, halla su prolongación a través de la vivencia de nuestra consagración. El Espíritu que sacia está de verdad sobre nosotros. En Él, cada uno de nosotros ha sido "revestido con la fuerza de lo alto" (Lc. 24:29) Para que Jesús, deseoso aún de llevar la buena noticia a los pobres, de dar la vista a los ciegos de corazón y de sanar las heridas de su pueblo errante, tal como profetizó Isaías, pueda tener la alegría de poder decir al mundo a lo largo de los siglos, por medio y a través de nuestra participación en su sacerdocio: "Esta escritura que acabáis de oír se ha cumplido hoy en nosotros". (Lc. 4:21).