El Sacerdote Colaborador

 

II Parte:
PORTADORES DEL AQUA VIVA

“Y esto no viene de vosotros,sino que es don de Dios…”
(Ef 2:8)



"Como el Padre me ha enviado así os envío yo..." [Jn 20:20]

 

AL SELLAR EL REINO

con su propia sangre, Jesús llevó a término la obra que el Padre le había encomendado: alcanzarnos nuestra resurrección y llenarnos con las aguas vivas del Espíritu. El Reino, que antes sólo estaba "próximo", llega ahora con todo su poder. La misma tarde del día de la resurrección, más que la conclusión de su obra, señalaba un comienzo todavía más grandioso. Jesús delante de los doce, anunció el don que iba a comunicar al mundo consagrándoles con su Espíritu, el Espíritu que había recibido del Padre. El continuaría su misma misión de anunciar y construir el Reino de Dios por medio de ellos; y, porque era su Jesús ya glorificado el que trabajaba en ellos, no sólo habrían de continuar las obras que le habían visto realizar, "sino obras aún mayores" (Jn 14:12), porque El volvía al Padre. "Como el Padre me ha enviado, así os envío yo… Recibid el Espíritu Santo" (Jn 20:21).
Del mismo modo, y con el mismo fin, como parte del mismo misterio por el cual el Padre envió a Jesús, Jesús nos ha enviado a nosotros. El Padre que envía al Hijo se convierte en modelo para comprender nuestra propia miseria. Así como el Padre actuaba en Jesús, así Jesús será el que actúe en nosotros. Al igual que el Padre mostró su amor por medio de Jesús, del mismo modo Jesús mostrará ese mismo amor por medio de nuestro ministerio. Así como el misterio de Jesús era sobre todo expresión de su amor al Padre ("Para que el mundo sepa que Yo amo al Padre…" J. 14:31) así nuestro ministerio debe hallar su motivación en el amor al Señor. Al igual que cada palabra o hecho de Jesús no era más que un reflejo de lo que El había visto y oído a su Padre, así nuestra actividad no tiene que ser más que un fiel reflejo de la vida, enseñanza y ministerio de Jesús.

A la vista de este gran misterio: "El en nosotros y nosotros en El" (Jn. 17:22), un misterio en el que se mezclan la actividad divina y la humana (A quienes les perdonéis los pecados Yo se los perdono), lo divino dependiendo de lo humano y lo humano de lo divino, parece claro que la esencia de nuestra vocación puede ser resumida con palabras de San Pablo: “Somos colaboradores de Jesucristo” (2 Cor 6:1) Por nuestra consagración Cristo está actuando en nosotros y su actuar depende del nuestro. Es El quien actúa a través de nosotros. Este misterio no es exclusivamente nuestro, sino que es un reflejo de la propia relación Sacerdotal de Jesús con el Padre. De igual modo que Jesús podía describir la realidad que se oculta detrás de su ministerio al afirmar que "El Padre actúa y Yo también actúo" (Jn. 5:17), del mismo modo podemos también afirmar nosotros que el secreto de nuestro ministerio está en que Jesús actúa y nosotros también actuamos.

Como colaboradores suyos, enrolados en un ministerio en el que se unen dos factores distintos en un único propósito y en una actividad común, hemos de caer en la cuenta de que lo que hacemos jamás puede depender de nuestras preferencias personales. No puede ser juzgado o motivado por baremos humanos, ya que sus frutos no dependen tanto de nuestros talentos o de sus resultados aparentes, sino de nuestra unión con El que es nuestra Vid verdadera, y cualquier proyecto que no haya brotado de esta unión, no es más que pura ilusión y una falsificación del auténtico ministerio. "Toda planta que no haya plantado mi Padre celestial será arrancada de raíz" (Mt. 15:13). Y cualquier misión que nos encomiende, siempre será más obra suya que nuestra, porque "sin Mí no podéis nada…" (Jn. 15:5) El sacerdocio de Jesús fue fecundo, fue una fiel transmisión de la obra del Padre, porque vivió ese sacerdocio como colaborador del Padre en dos actitudes fundamentales: completa y constante identificación con el Padre que le había enviado en unidad de vida y acción, y total dependencia de El en amorosa y obediente sumisión "incluso hasta la muerte en cruz". Para que nuestro ministerio dé fruto, debe estar enraizado en esa misma tierra de la unión y amorosa sumisión a El.


IDENTIFICACION Y UNION

Puesto que sólo somos "vasijas de barro", hemos de desarrollar lo que en Jesús brotaba con toda naturalidad: la ininterrumpida y total identificación con Aquel que nos ha enviado. Vivir fuera de ese marco permanente de referencia es salirse fuera de la realidad de nuestro sacerdocio. Sólo tenemos una identidad y esa identidad es el mismo Jesús. Cualquier otra motivación no es más que una adulteración del ministerio, que sólo producirá un evangelio adulterado, y consciente o inconscientemente también una adulteración de su misión y de la nuestra.

"Permaneced en Mí como Yo en vosotros. Lo mismo que el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo si no permanece en la vid, así tampoco vosotros si no permanecéis en Mí…" (Jn. 15:4) El que llevemos a cabo la obra que el Padre nos ha encomendado dependerá únicamente de esto: de la unión con su Hijo, una unión viva con Él, que es la fuente de nuestra identidad. Pero vivir en Él, "habitar en Él", exige un paso anterior: el vivir con Él. Esta fue la principal preocupación de Jesús al llamar a los Doce, y una parte de su formación, tan importante como la escucha de su doctrina: "Y Jesús llamó a los Doce para que estuvieran con El y para enviarles a predicar…" (Mc. 3:14).

Durante tres años, viviendo y trabajando con Él, ellos crecieron en un estilo de vida y en una conciencia que estaba centrada en Él, como una presencia viva en sus pensamientos, en sus decisiones, en sus viajes apostólicos, en sus trabajos.
Al haber conocido a Jesús, y al responder a su llamada "a estar con Él", nada de sus vidas podía ser ya lo mismo. Adquirieron algo que tan frecuentemente nos falta: un nuevo modo de pensar desde el día de nuestra llamada, una nueva estructura de pensamiento de la que Jesús nunca esté ausente, como nunca lo estuvo para los Doce, ni antes ni después de la Resurrección: "No os dejaré huérfanos volveré a vosotros…" (Jn. 14:18) Vivir con Jesús fue el dato más característico de la vida de los Doce. Así también debe serlo para nosotros, no como una invitación al quietismo sino como una invitación a la coherencia, a la realidad, para dejar de vivir en la ilusión de la autosuficiencia o de la independencia "que transforma nuestra propia conciencia "del ministerio en la simple referencia ocasional o superficial al Señor. En Él debemos "vivir, movernos y existir". Por el vínculo de la consagración del espíritu, nuestra unión consciente con Jesús ha de ser reflejo de su unión trinitaria con el Padre en el mismo Espíritu. Con qué fuerza habrá vivido San Pablo esta realidad para exclamar, no como fruto de su razonamiento sino como experiencia de su vida: "Vivo yo, más no soy yo, es Cristo quien vive en mí…" (Gal 2:20).

 

AMOROSA SUMISION

La conciencia de que lo que hacemos no es nuestra actividad sino la suya. Una actividad que sobrepasa infinitamente nuestras capacidades humanas, pero que misteriosamente depende de nuestra fidelidad y generosidad, debería hacer surgir en nosotros el deseo y la prontitud para seguir siempre su rastro e inspiración, para "no estropear la obra de Dios" (MT). Una labor que por ser suya es preciosa, y por ser nuestra es precaria.

El hecho de nuestra total dependencia del Señor en el ministerio nos debería hacer conscientes de que tanto nosotros como nuestra tarea no somos sino parte de un plan más amplio en el cual hemos de encajar y para el que hemos de trabajar. Hemos de vivir en constante apertura a la orientación que marque el Señor, en la oración y en los acontecimientos de cada día, trabajando bajo su aparentemente imperceptible pero eficaz asistencia. Este espíritu de dependencia en el Señor presente y actuante en su Reino, esta idea de no ser más que una parte de un plan más extensamente orquestado es lo que está sorprendentemente presente en los Hechos de los Apóstoles y fue un ingrediente básico en el ministerio de la iglesia primitiva. Sin embargo, el gran modelo de dependencia sacerdotal, consciente y activa, será siempre el mismo Jesús. "Entonces dije: - ¡He aquí que vengo -pues de Mí está escrito en el rollo del Libro- a hacer, oh Dios, tu voluntad! (Heb 10:7) "Mi doctrina no es mía, sino del que me ha enviado" (Jn 7:16) La voluntaria sumisión de Jesús al Padre (una sumisión que lejos de deprimir conducía a Jesús a su glorificación y a la recreación del hombre en el Espíritu Santo) está profusamente documentada en el Evangelio de S. Juan (4:34 / 8:29 / 12:49 / 14:30, etc.) "No hay nada cristianamente fecundo que no tenga su origen en la obediencia cristológica" (Balthasar) Lo mismo para nosotros que para Jesús, siempre habrá una íntima conexión entre nuestra vida en dependencia del "Padre de las Misericordias" (2 Cor 1:3), y nuestra capacidad de comunicar esa misericordia, Su misericordia.

Aquello que constituía el único deseo de Juan el Bautista, como colaborador de Jesucristo, debe serlo también para todos sus colaboradores: "Es preciso que Él crezca y que yo disminuya" (Jn 3:30). El amor auténtico a nuestros hermanos los hombres debe movernos a orientarles hacia Cristo para "allanar los caminos" que conducen al Señor. No importa "las obras grandes" que llevemos a cabo; nosotros no somos los salvadores, nosotros estamos aquí para ser un signo de Cristo, para orientar hacia Él con nuestra vida, para decir en todo lo que hacemos: "He ahí el Cordero de Dios".

Sin este espíritu, aunque lo poseamos todo, (conocimientos, talento, estima, una parroquia floreciente), la verdad es que no tendremos nada. Pero si lo tenemos, por poco que poseamos, lo tendremos todo. Escuchemos el testimonio de uno que quizá poseyera poco a los ojos del mundo, pero en quien el Señor podía gozarse del mismo modo que en el Evangelio "Te doy gracias Padre… por haber ocultado estas cosas a los sabios y entendidos y habérselas revelado a los pequeños. Pequeños como este pobre, sencillo y pequeño cura de pueblo: "Ejercía el ministerio en mi pueblo, en los de alrededor y en algunos más alejados. El Señor me enviaba normalmente a grupos pequeños, iglesias, hospitales y cárceles, llenos de dificultades. Muchas veces me enviaba Él a varios kilómetros de distancia para atender solamente a una o dos personas necesitadas. Con frecuencia, la tarea consistía en trabajar en su corral o pintar una casa, y al hacerlo, oía al Espíritu del Señor que me hablaba y me movía a ir a otro lugar para ayudar a otro necesitado. Buscaba estar sólo lo más posible para rezar, para estar en silencio y para que pudiera seguir moviéndome Él. Muchas veces tenía que esperar un día o dos. Ayunaba, oraba, leía la Biblia, me ponía a la escucha para que me dijese Él dónde había que ir. Al saber que me había hablado, me preparaba para marchar" (Robert Sadler) Quizá pocos de nosotros sintamos que el Espíritu de Jesús nos guía con tanta claridad y fuerza, pero todos nosotros podemos trabajar por crear un mayor clima de contacto personal, de presencia, de identificación y de orientación en El, que es quien nos ha llamado a ser sus colaboradores y que nos ha prometido esa presencia activa "Ved que yo estoy siempre con vosotros…" (Mt 28:23).

Esta es la nueva (o renovada) visión de nuestro sacerdocio, con una motivación como colaboradores, con un Jesús presente, administradores de un Reino siempre presente, portadores de las aguas vivas, llamados a continuar su misión "de hacer presente al Padre como amor y misericordia" (Dives in mis. 3). La conciencia de que nuestro ministerio existe para orientar hacia una Persona, una Presencia, un Poder, no es sobre todo fruto de nuestro esfuerzo, sino un don. Un don que hemos de pedirle al Padre y que jamás puede dejar de dárnoslo. Por medio de este don, redescubriremos la alegría de ser capaces de proclamar con San Pablo: "no nos predicamos a nosotros mismos, sino a Cristo Jesús como Señor…" (2 Cor 4:5).